"RITUAL PARA LOGRAR SER UN GENUINO IMITADOR DE EMOCIONES HUMANAS"
.-Lea cuidadosamente lo siguiente y por favor ejecute con gran empeño lo ordenado:
Paso 1: Suelte los músculos. Relájese. Respire profundo. Masajéese la piel del rostro con las manos. Libere la tensión de la epidermis que bordea la periferia de sus globos oculares, con el calor que empezaran a irradiar sus dedos en ella.
Paso 2: Abra sus párpados lo más que pueda y deje que la brisa del ambiente humedezca la superficie de sus ojos.
Paso3: Fuerce levemente su frente, frunciendo el ceño. Manténgala así por 50 segundos.
Paso 4: Luego, con la ayuda del recuerdo de un breve y triste momento, no quedando excluidos del acto los que fuesen superfluos, verá como ya su misión comienza a ser finiquitada, última fase gatillada espontáneamente por esta acción.
(Nota: Si no tiene almacenado en su memoria un fragmento de vivencia lúgubre, sugerimos imaginar uno).
Paso 5: Si ha seguido óptimamente la secuencia anterior de instrucciones, en este mismo instante su esfuerzo debe estar dando los frutos esperados. Su mirada estará decaída y vidriosa. Y comenzarán a gotear de pronto las lágrimas, las que desembocarán; si se encuentran rebalsadas, en el suelo cercano a sus pies. Y finalmente obtendrá el objetivo que buscaba, por medio del soborno adecuado de éstas.
¡Felicitaciones!,
Usted debería encontrarse manifestando en este preciso momento: "El Llanto".
(Emoción principal número veinte: Concluida).
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.-¿Lo lograste? .-No lo creo, mi rostro continúa neutro.
.-El mío se encuentra de la misma forma. Temía que sucediera esto. No nos ha funcionado ni la risa, ni el grito, ni ninguna de las emociones anteriores. No será tan fácil concluir el plan. No como pensábamos. El tiempo fijado para manifestar la mimetización se acerca.
.-Pero no nos preocupemos. Usaremos sólo el disfraz de piel por un tiempo, hasta que logremos aprender como generar hasta sus gestos más espontáneos. Será útil una interacción diaria y extensa con ellos. Te lo prometo, no lo notarán. Lograremos emularlos a la perfección cuando sólo falten un par de horas para invadirlos.
.-No me prometas nada, yo te aseguro lo mismo. Ellos son ingenuos. Tú sabes lo que se dice en la cultura galáxtica sobre esta raza. Son seres dormidos. Imagínate Euskírides, una simple premisa al respecto: sino notan ni su propia realidad, ¿Cuántas probabilidades existen de qué descubran quién o qué no pertenece a su planeta?. Jajajajajaja. Juajuajuaaaaa. juajuajua.
julio 12, 2004
julio 11, 2004
Infidelidades de Alfonsina

El ritual del día cuatro de octubre había comenzado.
Ansiosa, Alfonsina arrojó su bolso de playa a volar por los aires y corrió a contemplar el mar. Acurrucó su alegría en las rocas y se dejó abrazar por el Océano Pacífico, que la observaba con una mirada penetrante. Le sacaba la lengua. La olfeataba. Le jadeaba. Reveló en la apresurada composición de la sinfonía de su oleaje las ganas enormes que le tenía a Alfonsina. Alfonsina no desmereció el flirteo y balanceó sus extremidades agridulces en su anatomía. Luego, sin previo aviso, introdujo su cuerpo por completo, rosándolo con él en el de él con ella. Él rosándolo con ella en de el con ella. Sintiendo el roce de cada molécula de agua salada contra las que habitaban su organismo. Moléculas que efervescentes y pecaminosas deleitaban también su desarropado movimiento. Una retroalimentación monstruosa se evidenciaba en aquel pedazo de costa perdido del planeta. Una transacción desvergonzada era expuesta con gratuidad a plena luz.
Alfonsina se inclinaba. Se recostaba. Y volvía repetir el movimiento. Y volvía a repetir el movimiento. Y volvía a repetir el movimiento. Y el movimiento otra vez era repetido y otra vez era emulado en una consecuencia eterna. Analizó los granos de arena con sus dedos. Y le permitió a los dolorosos rayos de sol más de una caricia. Valiente. Extrovertida. Insitó que éstos le desabrocharan el sostén, y deslizó su floreada tanga por sus muslos hasta llegar a la altura de sus tobillos, tobillos que luego la olvidarían en la superficie de cristales parpadeantes sin mayor despedida.
Movió su cuello en círculos. Se atrapó el pelo con sus dedos desesperados como si fuesen tentáculos de algún pulpo enfadado, enredándolos, complicándolos en millones de ínfimos nudillos que se perdían en su cabeza. Palpó su cuerpo desnudo, para ver si éste seguía todavía ahí, aguantando sin descomponerse a pedazos por tal circunstancia sublime. Y sonreía, a gritos, mientras humedecía sus labios con el agua de su boca para que no se quemaran, tratando de no estallar. La electricidad se deslizó por sus sentidos, alcanzando la boca de su estómago. Una granada explotó. El éxtasis se manifestó. Ambos participantes agarraron la gloria por el cuello y descontinuaron su comportamiento. Y los movimientos comenzaron a cesar. Todo reposó nuevamente en la calma. Alfonsina encendió un cigarrillo con el mechero dorado de antaño, que le había regalado Esteban cuando se conocieron. Entre calada y calada, sonrío. Y agradeció. Y murmuró un credo cuyo contenido se reservará siempre en ella, hasta que se consumió por completo el tabaco y su voz, que, agotada, deseó reposar entre el espacio de su boca y la reciente presencia de sus gemidos. Sus suspiros no cesarían ante nada y mantendrían sagradamente la plegaria desde adentro. En secreto el triunfo podría ser degustado sin fecha de vencimiento.
Finalizó el encuentro introduciendo por última vez su acalorada silueta en la de su compañero, que, con toda su furia la refrescaría por siempre prometiendo la inexistencia de sequías e indiferencias futuras.
Alfnsina ahora estaba tranquila. El rito había concluído exitosamente. Tenía energía. Tenía valor. Un ímpetu de plenitud le carcomia el corazón cada vez que inhalaba el aire. Se encontraba lista para retornar en paz a la jungla de cemento, a ese bosque rígido y sórdido, a esa atmósfera contaminada de la ciudad. También regresaría con una culpabilidad a cuestas: una vez más le había sido infiel a Esteban.
julio 10, 2004
Fiebre de Domingo por la Mañana
-.Masajeaba la cajita de fósforos en sus manos. Vueltas y vueltas daba entre sus dedos. 09- 2354666 , un número peculiar de teléfono. Se lo había dejado sorpresivamente ella, suavemente escrito en la superficie de esa caja cuando se fue, desapareciendo como si nada, en la muchedumbre trasnochada de aquel local nocturno.-
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El Pub ya apesta. Es hora de marcharse.
¿Debo llamarla?... Para qué, si ni siquiera supe su nombre. Conversamos un poco... Pensándolo bien: no hablamos nada. Tan sólo intercambiamos fuego. ¿Para que me habrá dejado su número?... La razón es más que obvia. Quiere que la llame.
-Hey, la cuenta por favor...
Ya está desordenado de nuevo todo. La ruma de platos sucios en la cocina emulan en forma a la Torre Eiffel.
Todo está estático. Ahí están los luminosos rayos de la luna que, nuevamente con su nitidez, ilustran desvergonzadamente la soledad de mi gigante cama de dos plazas, que siempre se encuentra vacía o con un sólo ocupante. El colchón se me hace grande. He tenido mala suerte. Todo se mantiene igual.
Me recuesto. Estoy algo ebrio. Esos tequilas tenían veneno. Cierro los ojos y se me impregna en los poros la maldita soledad, que se apodera de mi departamento sin más, la mayoría de las noches. De la mano con ella, me visita el silencio. Maldito. Va a hacer explotar mis tímpanos. Me molesta, muchas veces, como el más intenso e insoportable de los ruidos. Odio cuando sucede eso. Para remediarlo, mis dedos se dirigen a el reproductor de música y lo encienden. Aparece en la atmósfera el soundtrack de “La Chica de Rojo”, de Stevie Wonder, que se quedó en replay cuando salí: “I just call to say...” Bueno, pero es lo mismo. Abro los ojos y veo nuevamente la cajita tirada a mi lado. Me guiña un ojo, y me susurra un: “tómame”. Nuevamente la balanceo con las manos. La entretengo un rato, pero su incitadora escritura no me deja en paz.
.-3:30 de la madrugada... ¿Estará ella durmiendo?. Que más da, por algo dejó su número. Mi dedo índice ya está marcando el: 09-2354666... No hay tono. Mi celular no marca. Fuck!, la batería baja otra vez. Creo que mejor me dormiré. Un momento, debo aprovechar la valentía que me dieron los tequilas... ¿Dónde demonios dejé la batería?... Aquí está... Ok. Ahora está conectado. 09..-235..466..6.
No me contesta... No me contesta...¡Wait!...
-Aló..
-Aló... ¿Quién es?
-Te acuerdas de un muchacho en el Pub, al que le dejaste...
- Sí. Te recuerdo. Sabía que llamarías... Carrera con Eudóponis, número cinco; te espero.-
-¿Qué?...Aló, aló...
Me había cortado. ¿Me dio su dirección?, no entiendo. ¿Quiere que vaya ahora?...
La intriga estaba matando mi ebriedad y mi sueño. Mas bien, despertaba mi curiosidad. Es sábado en la noche, que mas dá. Es temprano todavía. Vamos a ver que quiere. Juguemos un poco con el destino. Además, me siento lo suficientemente sólo como para no tolerarlo. ¿Dónde dejé las llaves?...
Carrera con Eudóponis... Carrera con Eudóponis... Conozco esa calle... Donde era...Ahí está... Mmm. Lindo condominio. Elegante, nada de mal, la chica tiene dinero. Supongo que debo tocar el citófono...Casa, casa... número cinco.
.- Disculpa, soy el muchach...
.- Adelante....
Me aproximo a la casa. Me estaba esperando en la entrada sensualmente vestida con un traje rojo de seda: costosa, se notaba.
.- Hola, te estaba esperando, pasa...
Hipnotizado lo hago. Mientras entro, pienso: ¿Esperándome para qué?. Wuau. Esta chica si que esta loca. Esta chica si que va rápido.
.- Hola, creo que debemos presentarnos, mi nombre es...
.-Cállate, me dijo, mojándose los labios con una lengua poco tímida. .-Ahora no importa. Y poniendo sus dedos sobre mi boca, la inmovilizó.
Cuando ya me encontraba notoriamente embobado, me condujo a un cuarto impregnado de una luz tenue, anaranjada. Pañoletas violetas y verdes colgaban de los muros. Un sillón ancho y amarillo nos esperaba. Me sentó ahí, e insertando un compacto de Stevie Wonder en el reproductor de música, puso en mi mano una copa de champagne congelado. Me obligó a beberlo, mientras ella lo tomaba directo de la botella.
No existieron palabras. Era como si no hubiese nada que decir. Tal vez el silencio fue nuestro mejor lenguaje. Ni nuestros nombres mencionamos otra vez. No lo entiendo.
Abrió otra botella de champagne. Esta vez no para tomarla, sino que para mojarme con ella. Destrozó el hilo de los botones de mi camisa con el poderoso filo de sus uñas, y roció el resto por mi pecho desnudo.
.- Esta chica si que esta loca...; pensaba una y otra vez. Yo sólo me comporté como un ente necesitado de cariño. Que ella hiciese en mí lo que tuviera que hacer. Por mí no habría problema. Yo sólo reía, yo sólo me reía. Un golpe de suerte por fin me estaba acechando. Nunca hubiese imaginado que mi atractivo y mis testosteronas fueran tan fuertes. Tanto así, como para despertar el lado animal de una mujer. Sin embargo, lo predecía. Tanta soledad debía ser recompensada alguna vez. Lo sabía.
¡Ja!. Cerré los ojos, y le doné el trabajo. Yo era completamente suyo, lo admito. Que hiciese en mi, la maldad que quisiera. Es que había algo extraño y misterioso en ella que me excitaba de sobremanera. Había algo en aquella mujer que me inspiraba una cierta desconfianza, pero placentera. Yo ya me había entregado, era su juguete. No me importaba.
Luego de montarse sobre mí, yo ya no estaba en este mundo. El champagne ya estaba haciendo de las suyas, incrementándose notablemente al inicial estado etílico que me habían brindado el par de tequilas, ya en mi vejiga. Mis sentidos llegaron a un clímax inexplicable. Apreté mis párpados para no ver nada, sólo sentir. Sentir lo que ella quisiese hacerme sentir. Y pensé: “Bendito el momento en que decidí venir. Benditos Tequilas, bendito Pub. Bendita noche". Creo que pocos la viven, la viven así de fácil.
Puso sus bondadosos pechos sobre mi cara, asfixiándose por poco, mientras me masajeaba el pelo desenfrenadamente. Sentía su respiración apresurada. Esta chica si que sabe. Esta mujer si que sabe poseer a un hombre. Es una perfecta experta. Saboreó hasta la última gota de champán esparcida en mis pectorales, que no conocían el ejercicio. Su lengua cálida jugaba en él, dándome cosquillas, espasmos psíquicos. Procuré no soltar una carcajada, para no interrumpir la imponente canción de su aliento desvergonzado. Además, el beso que luego me cerró de golpe la boca, me impidió aún más hacerlo.
De pronto, sentí una inclinación mas fuerte de su cuerpo hacía el mío. Y sin más, finiquitó el extenso beso.
Ahora, siento sus extremidades cada vez más inmóviles. Algo helado acosa mi cabeza. Ella se detiene por completo. No son sus manos, no son sus uñas, es un objeto frío, que presiona fuerte mi cráneo. Molesta. Más bien, duele. Abro los ojos, la curiosidad como siempre me mata. ¿Es que acaso su animalidad estará acompañada de sadomasoquismo?... ¿Será un objeto de aquellos?... Trato de mirar, pero no me deja. Me sujeta rudamente con sus piernas de tijera, me toma decididamente la cara, y mirándome a los ojos, me susurra en la boca:
.-Lo siento, debo hacerlo, me mandaron a hacerlo.
.- ¿Que?... De que hablas, ¿que tienes en las manos?
.- Calla y no digas nada. Así será más fácil.
.- ¿Más fácil qué?, no te entiendo, que pasa...
Elevé cuidadosa y sigilosamente mi mano derecha hacia la altura de mi cabeza para tactar que diablos la estaba presionando. Era un objeto de metal, pequeño. Que curioso, tenía como forma de pistola. ¡¿Es que será posible que sea una pistola?!...
.- ¿Qué haces?, ¡saca eso de mi cabeza!
.- ¡Cállate!, por última vez... No me lo hagas mas difícil.
.-¿Es que acaso quieres matarme?, ¡Estas completamente loca!,¡suéltame!
Mientras intento safarme y quitármela de encima, me grita segura:
.- ¡Me mandaron a hacerlo, debo hacerlo!
.- ¿Quién, quién?... Nunca le he hecho nada a nadie, enemigos no tengo. Cómo tenerlos si no poseo ni amigos. Suéltame por favor, suéltame, antes que te golpee.
.- Lo haces y disparo. Déjame concederte unos minutos más de vida, sólo no te muevas.
.- ¡Contéstame!, ¡¿Quién te mandó a hacerlo?!
.- No lo entenderías...
.- ¡Dímelo, creo que merezco saberlo!
.- Está bien. Tu duda será exterminada. La Muerte lo hizo.
.- ¡¿De que hablas?!...¡Verdaderamente estás desquiciada!...
.- Mientras estabas ordenando otro Tequila en la barra de aquel Pub, te indicó y me obligó a hacerlo. Dijo que ya era tu hora. Tu vida era intolerablemente triste. Mencionó que no la merecías. Una vida monótona, gris, solitaria, de qué sirve; una más o una menos, en este mundo saturada de ellas, no se nota. Dijo que si no te citaba una hora pronto, lo harías tú, lo que era peor. No entendí mucho su razón, pero terminó obligándome. Dijo que no me preocupara, que llamarías aún sin conocerme. Es que tu magnánima soledad lo hacía predecible. Y parece ser que todo a salido a la perfección, el plan ya casi concluye. Entiende que lo hizo por tu bien. El morir es algo que le pasa a todos, que te preocupas. Además, tarde o temprano lo harías tú. Sólo te estoy ofreciendo gratis lo que ibas a hacer en un tiempo más, pero sin costo. Te exhumo de la preocupación de condenar tu alma, en el caso de que lo hubieses hecho tú, como vaticinado estaba. Piensa, ahora el trabajo sucio lo hago yo.
.- ¡Suéltame desquiciada!, yo no pensaba ni pienso en suicidarme. ¡Además el coraje nunca lo he tenido!...
.- ¿Ves?, pues yo sí de hacerlo.
.- ¡No quiero morir, estúpida!, ¡déjame ir!
.-Créelo, lo agradecerás...
En un acto heróico, logré por fin escabullirme de sus fuertes piernas, y corrí lo más fuerte que pude hacia la puerta. ¡Maldición¡, se encontraba bloqueada... Innatamente giré la cabeza hacia donde se encontraba ella.
Un fuerte estruendo se apoderó del Condominio. Muchos de los de ahí no olvidarán esa noche. Se desplomó en el suelo, su hora había llegado.
Ella abrió otra botella de champagne e hizo un brindis con La Muerte. Esta rió, y dándole unas palmadas en la cabeza, le dijo sonriendo:
.- Buen trabajo chica; mientras deslizaba suavemente su pie por entre las piernas de ésta.
9:30 de la mañana, el compacto de Stevie Wonder sigue ahí. Creo que no saqué el replay; es que mi embriagues de ayer no me permitió ni siquiera poder ponerme el pijama. Necesito un vaso de agua. No puedo ir a la cocina, no puedo moverme. El dolor de cabeza me está matando. Quiero ir al baño. Debo ir al baño. 1, 2, 3 up; uf!, no fue tan difícil tarea pararme. Hago mis necesidades. Necesito una pastilla, mi cabeza duele. Me duele demasiado. Siento como si ayer me hubieran dado un disparo. Un momento, ¿y esta sangre en mi cabeza?...
.- ¿¡Julia!?, ¿¡Que haces aquí!?, ¡Tu estás muerta¡
.- Lo sé, lo sé... que bueno que estas aquí, te extrañé.
.- ¿Aquí donde?... ¡No entiendo!, ¿Es que acaso estoy soñando?
.- No, pero no preocupes, es parecido a eso. Aquí todo es un sueño. Siempre todo es un bello sueño, el que tú quieras.
.- Es un sueño... Sí, eso es, no es nada más que un sueño.
.- Aquí arriba, aquí arriba todo es perfecto.
.-¡¿Aquí arriba?!... ¡De que hablas!...; le dije, mientras me pellizcaba el codo y me cercioraba de que dolía. Sentí el dolor intensamente. Esto es real... No creo estar soñando..., ¡No, no puede ser verdad, no puedo estar muerto!... Estoy enajenadamente desconcertado. Me miro nuevamente en el espejo. Ella, la mujer del Pub, se dibuja en su reflejo, está parada detrás.
.- ¿Que haces aquí?, ¡Creo que me mataste, bastarda!
.- Sólo vine a despertarte...
Despierto. Abro los ojos. Miro el reloj: 9:30 de la mañana. El compacto Stevie Wonder todavía toca. Me refriego el rostro, todavía estoy ebrio. Estoy destruido. Me duele la cabeza. Necesito beber algo. Necesito ir al baño. Un momento... ¿Y esta sangre en mi cabeza?... Uf!, estoy paranoico. Es sólo la costra de una herida que me debo haber sacado dormido. Quiero un cigarrillo. Me queda el último. Fuego, fuego. Donde lo dejé... Aquí hay una caja de fósforos... ¿Y este número?..., Diablos!, menos mal que no llamé, pienso aliviado mientras me acaricio la barbilla y recuerdo la pesadilla de anoche...
¡Wait!,. Siento la ducha corriendo en el baño... No recuerdo haberla dejado así. Me dirijo a cerrarla. De pronto, una silueta voluptuosa, dibujada en la transparente cortina de baño, me sorprende de golpe.
.-¡¿Quién se está duchando?!...
.- Yo...Necesito una toalla.. ¿Dónde las guardas?
.-¿Quién es?, ¡¿Quién está en mi baño?!...
.- Jajaja. No te hagas el desentendido ahora. Tan gracioso que eres, hubieras escuchado como gemías ayer dormido. Bueno, y no dormido también.
Un momento... Sí la llamé. Ella esta aquí. No puede ser...
.- Debajo de la cómoda del lavamos tengo un par dobladas.
.- Gracias, de todas formas ya las encontré. Oye guapo... ¡Despierta!.
Heee!, Fuck!, maldita alarma. La apago. 9:30 de la mañana. Despierto sólo como siempre. Algo de dolor de cabeza por el alcohol de ayer, pero nada del otro mundo. La cara me arde. Mi pijamas esta empapado. Estoy sudando. Miro hacia el velador. Ahí está la caja de fósforos con el maldito número. Llamo para cerciorarme de que ella existe. Marco y escucho la voz de una mujer. No la de ella, sino la de una operadora, que tras una prototípica grabación, me informa que el número no está registrado. Ahora tengo el coraje de confesarlo: la verdad es que no existe. Lo he inventado yo. Es que me pareció que ése sería el número que tal vez ella hubiese poseído. Sonaba armónico, como tendría que haber sido el de ella. No tengo más fuerzas de aguardar por su llegada. ¡¿Me estaré volviendo loco?!... Estoy harto de todo. No. No es culpa mía, es de la soledad. Me enferma. Ella me está enfermando. Y este silencio maldito, al cuál mis tímpanos no se acostumbran. No resisten. Basta. No tolero más. No soporto más monólogos, más ecos en esta habitación, más frío en los huesos...
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.-Abrió el cajón. Recordó que la compró una vez en caso de emergencia, nunca se sabe. Calibre grueso y pesado, una Magnun 44, como las que se utilizan usualmente en las películas de suspenso, acción o drama. Aunque esto no era un filme de aquellos, parecía serlo. Le costó cara, pero valió la pena. La observó, la entretuvo en sus manos, la giró por entre sus dedos, le susurró que la ocupara. Innatamente giró la cabeza hacia donde podría estar ella, pero ella no se encontraba.
Un fuerte estruendo se apoderó del Condominio de edificios. Muchos de los de ahí no olvidarán aquella mañana.
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El Pub ya apesta. Es hora de marcharse.
¿Debo llamarla?... Para qué, si ni siquiera supe su nombre. Conversamos un poco... Pensándolo bien: no hablamos nada. Tan sólo intercambiamos fuego. ¿Para que me habrá dejado su número?... La razón es más que obvia. Quiere que la llame.
-Hey, la cuenta por favor...
Ya está desordenado de nuevo todo. La ruma de platos sucios en la cocina emulan en forma a la Torre Eiffel.
Todo está estático. Ahí están los luminosos rayos de la luna que, nuevamente con su nitidez, ilustran desvergonzadamente la soledad de mi gigante cama de dos plazas, que siempre se encuentra vacía o con un sólo ocupante. El colchón se me hace grande. He tenido mala suerte. Todo se mantiene igual.
Me recuesto. Estoy algo ebrio. Esos tequilas tenían veneno. Cierro los ojos y se me impregna en los poros la maldita soledad, que se apodera de mi departamento sin más, la mayoría de las noches. De la mano con ella, me visita el silencio. Maldito. Va a hacer explotar mis tímpanos. Me molesta, muchas veces, como el más intenso e insoportable de los ruidos. Odio cuando sucede eso. Para remediarlo, mis dedos se dirigen a el reproductor de música y lo encienden. Aparece en la atmósfera el soundtrack de “La Chica de Rojo”, de Stevie Wonder, que se quedó en replay cuando salí: “I just call to say...” Bueno, pero es lo mismo. Abro los ojos y veo nuevamente la cajita tirada a mi lado. Me guiña un ojo, y me susurra un: “tómame”. Nuevamente la balanceo con las manos. La entretengo un rato, pero su incitadora escritura no me deja en paz.
.-3:30 de la madrugada... ¿Estará ella durmiendo?. Que más da, por algo dejó su número. Mi dedo índice ya está marcando el: 09-2354666... No hay tono. Mi celular no marca. Fuck!, la batería baja otra vez. Creo que mejor me dormiré. Un momento, debo aprovechar la valentía que me dieron los tequilas... ¿Dónde demonios dejé la batería?... Aquí está... Ok. Ahora está conectado. 09..-235..466..6.
No me contesta... No me contesta...¡Wait!...
-Aló..
-Aló... ¿Quién es?
-Te acuerdas de un muchacho en el Pub, al que le dejaste...
- Sí. Te recuerdo. Sabía que llamarías... Carrera con Eudóponis, número cinco; te espero.-
-¿Qué?...Aló, aló...
Me había cortado. ¿Me dio su dirección?, no entiendo. ¿Quiere que vaya ahora?...
La intriga estaba matando mi ebriedad y mi sueño. Mas bien, despertaba mi curiosidad. Es sábado en la noche, que mas dá. Es temprano todavía. Vamos a ver que quiere. Juguemos un poco con el destino. Además, me siento lo suficientemente sólo como para no tolerarlo. ¿Dónde dejé las llaves?...
Carrera con Eudóponis... Carrera con Eudóponis... Conozco esa calle... Donde era...Ahí está... Mmm. Lindo condominio. Elegante, nada de mal, la chica tiene dinero. Supongo que debo tocar el citófono...Casa, casa... número cinco.
.- Disculpa, soy el muchach...
.- Adelante....
Me aproximo a la casa. Me estaba esperando en la entrada sensualmente vestida con un traje rojo de seda: costosa, se notaba.
.- Hola, te estaba esperando, pasa...
Hipnotizado lo hago. Mientras entro, pienso: ¿Esperándome para qué?. Wuau. Esta chica si que esta loca. Esta chica si que va rápido.
.- Hola, creo que debemos presentarnos, mi nombre es...
.-Cállate, me dijo, mojándose los labios con una lengua poco tímida. .-Ahora no importa. Y poniendo sus dedos sobre mi boca, la inmovilizó.
Cuando ya me encontraba notoriamente embobado, me condujo a un cuarto impregnado de una luz tenue, anaranjada. Pañoletas violetas y verdes colgaban de los muros. Un sillón ancho y amarillo nos esperaba. Me sentó ahí, e insertando un compacto de Stevie Wonder en el reproductor de música, puso en mi mano una copa de champagne congelado. Me obligó a beberlo, mientras ella lo tomaba directo de la botella.
No existieron palabras. Era como si no hubiese nada que decir. Tal vez el silencio fue nuestro mejor lenguaje. Ni nuestros nombres mencionamos otra vez. No lo entiendo.
Abrió otra botella de champagne. Esta vez no para tomarla, sino que para mojarme con ella. Destrozó el hilo de los botones de mi camisa con el poderoso filo de sus uñas, y roció el resto por mi pecho desnudo.
.- Esta chica si que esta loca...; pensaba una y otra vez. Yo sólo me comporté como un ente necesitado de cariño. Que ella hiciese en mí lo que tuviera que hacer. Por mí no habría problema. Yo sólo reía, yo sólo me reía. Un golpe de suerte por fin me estaba acechando. Nunca hubiese imaginado que mi atractivo y mis testosteronas fueran tan fuertes. Tanto así, como para despertar el lado animal de una mujer. Sin embargo, lo predecía. Tanta soledad debía ser recompensada alguna vez. Lo sabía.
¡Ja!. Cerré los ojos, y le doné el trabajo. Yo era completamente suyo, lo admito. Que hiciese en mi, la maldad que quisiera. Es que había algo extraño y misterioso en ella que me excitaba de sobremanera. Había algo en aquella mujer que me inspiraba una cierta desconfianza, pero placentera. Yo ya me había entregado, era su juguete. No me importaba.
Luego de montarse sobre mí, yo ya no estaba en este mundo. El champagne ya estaba haciendo de las suyas, incrementándose notablemente al inicial estado etílico que me habían brindado el par de tequilas, ya en mi vejiga. Mis sentidos llegaron a un clímax inexplicable. Apreté mis párpados para no ver nada, sólo sentir. Sentir lo que ella quisiese hacerme sentir. Y pensé: “Bendito el momento en que decidí venir. Benditos Tequilas, bendito Pub. Bendita noche". Creo que pocos la viven, la viven así de fácil.
Puso sus bondadosos pechos sobre mi cara, asfixiándose por poco, mientras me masajeaba el pelo desenfrenadamente. Sentía su respiración apresurada. Esta chica si que sabe. Esta mujer si que sabe poseer a un hombre. Es una perfecta experta. Saboreó hasta la última gota de champán esparcida en mis pectorales, que no conocían el ejercicio. Su lengua cálida jugaba en él, dándome cosquillas, espasmos psíquicos. Procuré no soltar una carcajada, para no interrumpir la imponente canción de su aliento desvergonzado. Además, el beso que luego me cerró de golpe la boca, me impidió aún más hacerlo.
De pronto, sentí una inclinación mas fuerte de su cuerpo hacía el mío. Y sin más, finiquitó el extenso beso.
Ahora, siento sus extremidades cada vez más inmóviles. Algo helado acosa mi cabeza. Ella se detiene por completo. No son sus manos, no son sus uñas, es un objeto frío, que presiona fuerte mi cráneo. Molesta. Más bien, duele. Abro los ojos, la curiosidad como siempre me mata. ¿Es que acaso su animalidad estará acompañada de sadomasoquismo?... ¿Será un objeto de aquellos?... Trato de mirar, pero no me deja. Me sujeta rudamente con sus piernas de tijera, me toma decididamente la cara, y mirándome a los ojos, me susurra en la boca:
.-Lo siento, debo hacerlo, me mandaron a hacerlo.
.- ¿Que?... De que hablas, ¿que tienes en las manos?
.- Calla y no digas nada. Así será más fácil.
.- ¿Más fácil qué?, no te entiendo, que pasa...
Elevé cuidadosa y sigilosamente mi mano derecha hacia la altura de mi cabeza para tactar que diablos la estaba presionando. Era un objeto de metal, pequeño. Que curioso, tenía como forma de pistola. ¡¿Es que será posible que sea una pistola?!...
.- ¿Qué haces?, ¡saca eso de mi cabeza!
.- ¡Cállate!, por última vez... No me lo hagas mas difícil.
.-¿Es que acaso quieres matarme?, ¡Estas completamente loca!,¡suéltame!
Mientras intento safarme y quitármela de encima, me grita segura:
.- ¡Me mandaron a hacerlo, debo hacerlo!
.- ¿Quién, quién?... Nunca le he hecho nada a nadie, enemigos no tengo. Cómo tenerlos si no poseo ni amigos. Suéltame por favor, suéltame, antes que te golpee.
.- Lo haces y disparo. Déjame concederte unos minutos más de vida, sólo no te muevas.
.- ¡Contéstame!, ¡¿Quién te mandó a hacerlo?!
.- No lo entenderías...
.- ¡Dímelo, creo que merezco saberlo!
.- Está bien. Tu duda será exterminada. La Muerte lo hizo.
.- ¡¿De que hablas?!...¡Verdaderamente estás desquiciada!...
.- Mientras estabas ordenando otro Tequila en la barra de aquel Pub, te indicó y me obligó a hacerlo. Dijo que ya era tu hora. Tu vida era intolerablemente triste. Mencionó que no la merecías. Una vida monótona, gris, solitaria, de qué sirve; una más o una menos, en este mundo saturada de ellas, no se nota. Dijo que si no te citaba una hora pronto, lo harías tú, lo que era peor. No entendí mucho su razón, pero terminó obligándome. Dijo que no me preocupara, que llamarías aún sin conocerme. Es que tu magnánima soledad lo hacía predecible. Y parece ser que todo a salido a la perfección, el plan ya casi concluye. Entiende que lo hizo por tu bien. El morir es algo que le pasa a todos, que te preocupas. Además, tarde o temprano lo harías tú. Sólo te estoy ofreciendo gratis lo que ibas a hacer en un tiempo más, pero sin costo. Te exhumo de la preocupación de condenar tu alma, en el caso de que lo hubieses hecho tú, como vaticinado estaba. Piensa, ahora el trabajo sucio lo hago yo.
.- ¡Suéltame desquiciada!, yo no pensaba ni pienso en suicidarme. ¡Además el coraje nunca lo he tenido!...
.- ¿Ves?, pues yo sí de hacerlo.
.- ¡No quiero morir, estúpida!, ¡déjame ir!
.-Créelo, lo agradecerás...
En un acto heróico, logré por fin escabullirme de sus fuertes piernas, y corrí lo más fuerte que pude hacia la puerta. ¡Maldición¡, se encontraba bloqueada... Innatamente giré la cabeza hacia donde se encontraba ella.
Un fuerte estruendo se apoderó del Condominio. Muchos de los de ahí no olvidarán esa noche. Se desplomó en el suelo, su hora había llegado.
Ella abrió otra botella de champagne e hizo un brindis con La Muerte. Esta rió, y dándole unas palmadas en la cabeza, le dijo sonriendo:
.- Buen trabajo chica; mientras deslizaba suavemente su pie por entre las piernas de ésta.
9:30 de la mañana, el compacto de Stevie Wonder sigue ahí. Creo que no saqué el replay; es que mi embriagues de ayer no me permitió ni siquiera poder ponerme el pijama. Necesito un vaso de agua. No puedo ir a la cocina, no puedo moverme. El dolor de cabeza me está matando. Quiero ir al baño. Debo ir al baño. 1, 2, 3 up; uf!, no fue tan difícil tarea pararme. Hago mis necesidades. Necesito una pastilla, mi cabeza duele. Me duele demasiado. Siento como si ayer me hubieran dado un disparo. Un momento, ¿y esta sangre en mi cabeza?...
.- ¿¡Julia!?, ¿¡Que haces aquí!?, ¡Tu estás muerta¡
.- Lo sé, lo sé... que bueno que estas aquí, te extrañé.
.- ¿Aquí donde?... ¡No entiendo!, ¿Es que acaso estoy soñando?
.- No, pero no preocupes, es parecido a eso. Aquí todo es un sueño. Siempre todo es un bello sueño, el que tú quieras.
.- Es un sueño... Sí, eso es, no es nada más que un sueño.
.- Aquí arriba, aquí arriba todo es perfecto.
.-¡¿Aquí arriba?!... ¡De que hablas!...; le dije, mientras me pellizcaba el codo y me cercioraba de que dolía. Sentí el dolor intensamente. Esto es real... No creo estar soñando..., ¡No, no puede ser verdad, no puedo estar muerto!... Estoy enajenadamente desconcertado. Me miro nuevamente en el espejo. Ella, la mujer del Pub, se dibuja en su reflejo, está parada detrás.
.- ¿Que haces aquí?, ¡Creo que me mataste, bastarda!
.- Sólo vine a despertarte...
Despierto. Abro los ojos. Miro el reloj: 9:30 de la mañana. El compacto Stevie Wonder todavía toca. Me refriego el rostro, todavía estoy ebrio. Estoy destruido. Me duele la cabeza. Necesito beber algo. Necesito ir al baño. Un momento... ¿Y esta sangre en mi cabeza?... Uf!, estoy paranoico. Es sólo la costra de una herida que me debo haber sacado dormido. Quiero un cigarrillo. Me queda el último. Fuego, fuego. Donde lo dejé... Aquí hay una caja de fósforos... ¿Y este número?..., Diablos!, menos mal que no llamé, pienso aliviado mientras me acaricio la barbilla y recuerdo la pesadilla de anoche...
¡Wait!,. Siento la ducha corriendo en el baño... No recuerdo haberla dejado así. Me dirijo a cerrarla. De pronto, una silueta voluptuosa, dibujada en la transparente cortina de baño, me sorprende de golpe.
.-¡¿Quién se está duchando?!...
.- Yo...Necesito una toalla.. ¿Dónde las guardas?
.-¿Quién es?, ¡¿Quién está en mi baño?!...
.- Jajaja. No te hagas el desentendido ahora. Tan gracioso que eres, hubieras escuchado como gemías ayer dormido. Bueno, y no dormido también.
Un momento... Sí la llamé. Ella esta aquí. No puede ser...
.- Debajo de la cómoda del lavamos tengo un par dobladas.
.- Gracias, de todas formas ya las encontré. Oye guapo... ¡Despierta!.
Heee!, Fuck!, maldita alarma. La apago. 9:30 de la mañana. Despierto sólo como siempre. Algo de dolor de cabeza por el alcohol de ayer, pero nada del otro mundo. La cara me arde. Mi pijamas esta empapado. Estoy sudando. Miro hacia el velador. Ahí está la caja de fósforos con el maldito número. Llamo para cerciorarme de que ella existe. Marco y escucho la voz de una mujer. No la de ella, sino la de una operadora, que tras una prototípica grabación, me informa que el número no está registrado. Ahora tengo el coraje de confesarlo: la verdad es que no existe. Lo he inventado yo. Es que me pareció que ése sería el número que tal vez ella hubiese poseído. Sonaba armónico, como tendría que haber sido el de ella. No tengo más fuerzas de aguardar por su llegada. ¡¿Me estaré volviendo loco?!... Estoy harto de todo. No. No es culpa mía, es de la soledad. Me enferma. Ella me está enfermando. Y este silencio maldito, al cuál mis tímpanos no se acostumbran. No resisten. Basta. No tolero más. No soporto más monólogos, más ecos en esta habitación, más frío en los huesos...
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.-Abrió el cajón. Recordó que la compró una vez en caso de emergencia, nunca se sabe. Calibre grueso y pesado, una Magnun 44, como las que se utilizan usualmente en las películas de suspenso, acción o drama. Aunque esto no era un filme de aquellos, parecía serlo. Le costó cara, pero valió la pena. La observó, la entretuvo en sus manos, la giró por entre sus dedos, le susurró que la ocupara. Innatamente giró la cabeza hacia donde podría estar ella, pero ella no se encontraba.
Un fuerte estruendo se apoderó del Condominio de edificios. Muchos de los de ahí no olvidarán aquella mañana.
Clarence: Un lunático de morbosidad incomprensible.
Clarence le había cerrado la puerta con llave. Estaba atrapada semidesnuda en aquel oscuro y húmedo sótano otra vez. No podía hacer nada para remediarlo. No había forma de escapar. Lo había intentado mil veces. Estaba perdida. Definitivamente esta sería la última vez que le toleraría a Clarence ser partícipe de su juego. De su sadomasoquista fetiche de interpretar a un psicópata. Ella no tenía la culpa de que nunca haya conseguido aquel papel de actor. Debiese haber encontrado otra manera de buscar consuelo por no haberlo hecho. Debería haber intentado hacer tangibles sus fantasías sin la ayuda de Sandra. Ella no se prestaría más. No querría que se repitiesen esas ridículas situaciones que, además, no le habían excitado nunca.
En el ático, la cantidad de tonos grises enceguecía sus pupilas. Le comenzó molestar el omnipotente silencio que se había manifestado hasta el momento en la bodega, y le gritó a Clarence que le abriese la puerta. En ese instante escuchó los ladridos, y notó que no se encontraba sola ahí dentro. Palpó con sus dedos la superficie de la muralla a sus espaldas. El interruptor de luz debía encontrarse por alguna parte. Debía lograr encenderlo para descifrar claramente que clase de canino se encontraba haciéndole compañía.
Luego de tocar la pared minuciosamente, logró dar con el interruptor y encender la antigua lámpara. Mientras titilaba con una escasa luz que parecía extinguirse, observó aterrada lo que la vigilaba. En frente de ella, le acechaban tres furiosos dóberman. Comenzaron a gruñir como viles cancerveros cuidando del infierno, cuando se percataron de que Sandra había descubierto su presencia. Empapó abundantemente sus poros con un pegajoso sudor que le impidió salir del parálisis que manifestó en un segundo, y no lo creía. No sólo aquellos perros estaban rabiosos, sino que estaban hambrientos. Se notaba explícitamente cuando exponían al aire sus agudos gemidos, mientras acercaban lentamente sus hocicos cada vez más a su víctima, a su presa: la carne suave, desnuda y desprotegida de Sandra. Resignada, el pánico la anestesió.
No recuerda haber gritado. No recuerda el intolerable dolor que debe haber sentido, mientras el trío de caninos masticaba de a poco sus extremidades inmaculadas.
El sufrimiento de aquella vez no fue lo que la ha dejado muda y en estado de shock, sino que lo ha hecho el haberse mirado por primera vez al espejo, luego de despertar tras casi un mes de drogada en una camilla del único hospital del pueblo.
La totalidad de sus extremidades habían sido digeridas hace ya algo de tiempo por el caníbal sistema digestivo de aquella enajenada jauría.
Sandra sólo quería quitarse la vida. Había perdido el 65 porciento de su cuerpo. Su cabeza y su tronco estaban intactos. El resto había desaparecido de su anatomía. Los trozos irreconocibles habían sido amputados. Sin embargo, continuaba viva y consciente, pero era un monstruo. Era un gusano. Un ser inútil, inservible, abominable. Una larva.
Sandra gritó serlo como una lunática, hasta que las enfermeras se acercaron con morfina a sedarla.
Recuerda que la silueta de Clarence fue lo último que observaron sus ojos. Antes de que el fármaco lograra embobarla por completo, detuvo su mirada en el momento exacto en que Clarence comenzaba a manosearse su sexo, sus partes inferiores, mientras la observaba ensimismadamente por la ventana del pasillo del insalubre hospital.
Los fuertes calmantes que dejaron a Sandra en estado de trance, no fueron en lo absoluto un impedimento para que se le desencadenaran unas fuertes nauseas por aquel acto enfermo. Vomitó por completo las sábanas, y por poco se ahoga en sus reflujos. Clarence resultó ser un lunático de morbosidad incomprensible.
En el ático, la cantidad de tonos grises enceguecía sus pupilas. Le comenzó molestar el omnipotente silencio que se había manifestado hasta el momento en la bodega, y le gritó a Clarence que le abriese la puerta. En ese instante escuchó los ladridos, y notó que no se encontraba sola ahí dentro. Palpó con sus dedos la superficie de la muralla a sus espaldas. El interruptor de luz debía encontrarse por alguna parte. Debía lograr encenderlo para descifrar claramente que clase de canino se encontraba haciéndole compañía.
Luego de tocar la pared minuciosamente, logró dar con el interruptor y encender la antigua lámpara. Mientras titilaba con una escasa luz que parecía extinguirse, observó aterrada lo que la vigilaba. En frente de ella, le acechaban tres furiosos dóberman. Comenzaron a gruñir como viles cancerveros cuidando del infierno, cuando se percataron de que Sandra había descubierto su presencia. Empapó abundantemente sus poros con un pegajoso sudor que le impidió salir del parálisis que manifestó en un segundo, y no lo creía. No sólo aquellos perros estaban rabiosos, sino que estaban hambrientos. Se notaba explícitamente cuando exponían al aire sus agudos gemidos, mientras acercaban lentamente sus hocicos cada vez más a su víctima, a su presa: la carne suave, desnuda y desprotegida de Sandra. Resignada, el pánico la anestesió.
No recuerda haber gritado. No recuerda el intolerable dolor que debe haber sentido, mientras el trío de caninos masticaba de a poco sus extremidades inmaculadas.
El sufrimiento de aquella vez no fue lo que la ha dejado muda y en estado de shock, sino que lo ha hecho el haberse mirado por primera vez al espejo, luego de despertar tras casi un mes de drogada en una camilla del único hospital del pueblo.
La totalidad de sus extremidades habían sido digeridas hace ya algo de tiempo por el caníbal sistema digestivo de aquella enajenada jauría.
Sandra sólo quería quitarse la vida. Había perdido el 65 porciento de su cuerpo. Su cabeza y su tronco estaban intactos. El resto había desaparecido de su anatomía. Los trozos irreconocibles habían sido amputados. Sin embargo, continuaba viva y consciente, pero era un monstruo. Era un gusano. Un ser inútil, inservible, abominable. Una larva.
Sandra gritó serlo como una lunática, hasta que las enfermeras se acercaron con morfina a sedarla.
Recuerda que la silueta de Clarence fue lo último que observaron sus ojos. Antes de que el fármaco lograra embobarla por completo, detuvo su mirada en el momento exacto en que Clarence comenzaba a manosearse su sexo, sus partes inferiores, mientras la observaba ensimismadamente por la ventana del pasillo del insalubre hospital.
Los fuertes calmantes que dejaron a Sandra en estado de trance, no fueron en lo absoluto un impedimento para que se le desencadenaran unas fuertes nauseas por aquel acto enfermo. Vomitó por completo las sábanas, y por poco se ahoga en sus reflujos. Clarence resultó ser un lunático de morbosidad incomprensible.
Confesiones

Ahi estábamos. Quién lo diría. Mirándonos los demonios por primera vez a los ojos y los cuerpos por última. Una bruma monstruosa comenzó a flotar. La oscuridad me volvió casi ciega. No medí mis reflejos. Me estrellé con tu enjuiciamiento y el gato del callejón nos clavó la mirada con un interés tenebroso. Cómplice. Vouyerista. Pareció celebrar el contacto que había logrado contigo con un maullido de agudez de aguja que retumbó bruscamente en unas láminas de metal colgadas en la pared, destapándolas en una sinfonía rítmica que nos puso en trance unos segundos. Roto el hipnotismo, moviste los párpados. Pareció como si despertaras de algo. Seguían allí en silencio nuestros fantasmas. El tuyo lo esfumaste con la mano y desapareció sin escándalo, mientras el mío seguía ahí, circunspecto, rígido, pétreo. Analizándonos sin misericordia. Un inesperado ímpetu poseyó tus pies, y huyeron lentos en dirección contraria a los míos, por un pasillo lo suficientemente hóstil como para no querer atravezarlo jamás. Vomitado con espasmos de pasado, con la supericie manchada de pena, arrastraste tus uñas sobre las murallas desteñidas de tiempo, mientras una inacabable hilera roja era el recuerdo que dejaba tu rasguño. Te ensangrentaste las yemas.
Yo no podía dejar de vigilarte mientras los otros nos vigilaban. No podía dejar de escuchar la música horrorosa que desprendían tus gritos cerebrales. Y corrí. Corrí con rapidez felina hacia tu sombra, que desaparecía en gotas de nada. Y nada me detuvo, ni el orgullo atelarañado que me congelaba el estómago, ni los puntiagudos tacos de mis tacones verdes en suspensión petrificada, ni la oscuridad abismante de la atmósfera, ni la historia, ni las pesadillas de nuestros recuerdos, ni las sombras, ni el frío, ni la luz de plata al final del túnel, ni el juicio y ni siquiera la luna. Te perseguí con furia. Ya no como una felina, sino como un tiburón que casi te alcanza a morder de un bocado el corazón si no te hubieras detenido de golpe desviando su ataque. Volteaste tu rostro hacia el mío, que frenético te atrapaba con su angustia. Con extraña delicadeza y valentía te acercaste al abismo mis oídos. Susurraste sin jadeo dentro de ellos:
Yo no podía dejar de vigilarte mientras los otros nos vigilaban. No podía dejar de escuchar la música horrorosa que desprendían tus gritos cerebrales. Y corrí. Corrí con rapidez felina hacia tu sombra, que desaparecía en gotas de nada. Y nada me detuvo, ni el orgullo atelarañado que me congelaba el estómago, ni los puntiagudos tacos de mis tacones verdes en suspensión petrificada, ni la oscuridad abismante de la atmósfera, ni la historia, ni las pesadillas de nuestros recuerdos, ni las sombras, ni el frío, ni la luz de plata al final del túnel, ni el juicio y ni siquiera la luna. Te perseguí con furia. Ya no como una felina, sino como un tiburón que casi te alcanza a morder de un bocado el corazón si no te hubieras detenido de golpe desviando su ataque. Volteaste tu rostro hacia el mío, que frenético te atrapaba con su angustia. Con extraña delicadeza y valentía te acercaste al abismo mis oídos. Susurraste sin jadeo dentro de ellos:
.- No me tengas furia. Tranquiliza tus bestias, mujer. No sientas miedo, yo no te tocaré. No gimas. No te desconciertes tanto. Todo es evidente. Me marcho. Te mato. Me matas, nos olvidamos. Tus misteriosas caretas me ahuyentaron. Ahora eres otra y me quedo con lo que fuiste. Te quiero recordar como en tu pasado. Ahora huiré hacia otros lugares de otros lugares.
Giré mi cabeza de un lado hacia otro, como si mi cuello estuviese fabricado con algún tipo de hule dócil que incrementara la gravedad pesada de la realidad. No comprendía en lo absoluto qué máscaras eran esas que te habían insitado matarme. Y verbalizé sin pensar tanto:
.-No. La furia ya se me fue del cuerpo. Con esfuerzo ahora te escucho en calma, en otro tipo de trance. No sé de qué caretas hablas. Pero no huyas. Dejarás un sentido a nada. Detesto los acertijos perpetuos sin resolver en el tablero. Me molestan en el pecho. No seas tan maldito.
La gesticulación de tu rostro predice unas últimas frases póstumas. Tus labios se movieron sin mayor preámbulo:
.-No sabes cómo me soprende que no seas capaz de resolver éste sin mi ayuda. No necesitas descifrar códigos ni realizar complejos análisis simbólicos. La respuesta es evidente en este espacio. Flota sin esconderse. Confío en tu lucidez, con ella bastará para que la veas. Yo ya no tengo nada más que hacer en este aire viciado.
Las conexiones nerviosas de mi cabeza ya estaban muertas. Yo estaba muerta. Muerta por una bala de desconcierto directo a la cordura.
.-"No me digas que has olvidado lo ocurrido", fue la frase de despedida que se perdió con tu silueta al final del laberinto. Enfoqué mi mirada en el último conchito de tu sombra y busqué pistas en una repentina amnesia, que hasta ése entonces no había notado poseer. Y observé un brutal escenario del cuál no sentía haber sido protagonista. Un cadáver. Un cadáver femenino me acompañó de pronto, materializándose en mi espacio solitario, voluptuoso, inundado de muerte viscosa. Su organismo palpitaba, cálido. La puñalada certera en su pecho liberaba una frescura olfateable. Cuando quise comprobar su estado de más cerca, los códigos del acertijo se liberaron y todo comenzó a encajar en un extraño engranaje.
Tú tenías razón, hasta en tus últimas palabras. La transpiración de mis manos dejó resbalar un objeto brillante que se mantuvo escondido entre ellas todo el tiempo. Vi el color de mis dedos. Rojos. Y mis pupilas rojas que se reflejaron en la superficie centelleante de aquel objeto punzante también teñido de rojo.
Una lágrima descendió por mi lucidez y mi verdad, descongelando mis sentidos impávidos. Incomprendida. Gruesa. Salada. Lo deduje de pronto. Le saqué el antifaz al demonio y le quemé la mirada sin miedo, logrando ver hasta el detalle más exquicito de su iris que luego se convirtió en el mío. Una personalidad paralela, que, entre pausas oníricas, despertaba para trasladarme a una dimensión de maldiciones irreversibles. Me llegaron las locuras sin consentimiento, sedando automáticamente a la que creía por única. Poseyédome. Hoy me he hechizado. Toda. Completa. Y ya es tarde. Estoy desahuciada. Pero al menos he confesado. Y no me limpiaré las manos. No la recogeré a ella. No quemaré los disfraces. Que quede toda la evidencia.
Una lágrima descendió por mi lucidez y mi verdad, descongelando mis sentidos impávidos. Incomprendida. Gruesa. Salada. Lo deduje de pronto. Le saqué el antifaz al demonio y le quemé la mirada sin miedo, logrando ver hasta el detalle más exquicito de su iris que luego se convirtió en el mío. Una personalidad paralela, que, entre pausas oníricas, despertaba para trasladarme a una dimensión de maldiciones irreversibles. Me llegaron las locuras sin consentimiento, sedando automáticamente a la que creía por única. Poseyédome. Hoy me he hechizado. Toda. Completa. Y ya es tarde. Estoy desahuciada. Pero al menos he confesado. Y no me limpiaré las manos. No la recogeré a ella. No quemaré los disfraces. Que quede toda la evidencia.
Intenciones sin intención

Arrastré su famélico cuerpo por las varas de trigo que delineaban el camino. La sangre dejaba una estela gruesa e incriminatoria en la superficie pajosa del suelo, mientras fluía a chorros con la potencia propia del tubo central de una pileta de aguas rojisas. Intenté detener la hemorragia de su estómago con las hojas de chocolate esparcidas a mi paso, pero me fue imposible. El flujo no cesaba.
El follaje del bosque ya no parecía ocultarme y los árboles crujían fuerte. Enfurecidos. Testigos en desacuerdo de mi comportamiento cobarde y asesino. Pero traté de no entorpecer la última fase de mi plan. Debía ocultar la evidencia. Me tapé los oídos para no escuchar el ruido punzante que invocaba su enojo justiciero, y escondí su inerte silueta arrojándola a un gran hoyo oscuro que ilustró el sendero. Lo tapicé con ramas gruesas como el metal, formando un resistente y colorido montículo que evitaría dejar el agujero al descubierto por un tiempo; tiempo suficiente para que la tierra se encargara de desaparecer el cuerpo pudríendolo. Tiempo suficiente para lograr sepultar los demonios de los recuerdos de aquel día.
Me alejé de ahí invocando de inmediato la manifestación de una amnesia absoluta. Su engaño. Su cuento. Su cuento y el mío. Su existencia. La consecuencia de las consecuencias de una consecuencia. No cabe resto de arrepentimiento. La infidelidad debía ser castigada luego de tantos juramentos vandálicos que una y otra vez se disfrazaron de verdad.
Despierto y lo observo recostado a mi lado.
.-De nuevo soñé contigo, le susurro con desconcierto y sinceridad en la lengua.
.-Qué dulce eres, mi ranita; me contesta acariciándome el rostro, con una credulidad exquisita.
"Don Pelusa"
La esquina “Nueva Yol” tenía un dueño. Todos los que circulaban a diario por el lugar lo sabían. Aquel era “Don Pelusa”, un vagabundo que llevaba más de ocho años frecuentando la misma intersección a la misma hora, al cuál la gente bautizó con ése seudónimo por el sólo hecho de aparecer y desaparecer en el aire.
Nadie conocía su verdadera procedencia. A muchos la curiosidad se le inyectó por completo en las venas y se atrevieron a averiguarlo determinantemente, pero no lograron hacerlo. Esto, porque mientras se disponían a seguirlo, “Don Pelusa” siempre notaba cuando unos ojos lo vigilaban por la espalda, por lo que no le era de mucho esfuerzo desaparecer entre las avenidas. Entre tantos intentos en vano, las personas asumieron que su paradero resultaría ser definitivamente un misterio.
De mañana, cuando el sol se atrevía recién a asomar unos tímidos rayos de luz por el cielo, de intensos e indefinidos colores que cubrían la atmósfera de madrugada, “Don Pelusa” aparecía de la nada e iniciaba su ritual de mañana: sacaba de su roñoso morral un cigarro, fumado usualmente a la mitad, y lo prendía con el fuego que le prestaba Raúl, el niño de la bencinera del frente. Luego de hacerlo, retornaba a su reino triangular, de cemento y letreros, y observaba el espectáculo natural que se le ofrecía gratis como las escasas demostraciones de caridad, de los que se apiadaban de su cara ancha y sucia.
Encogía los hombros por el frío mientras se los protegía con su chal de lana chilota y observaba con los gestos de siempre el territorio de calles vacías que recién despertaban. Se cruzaba de brazos y orgulloso degustaba con sus cansados ojos el lugar que le era suyo. Él se lo había ganado.
La densa masa ploma de ejecutivos circunspectos bajaba por las escaleras recién enceradas de la entrada del subterráneo, exactamente cuando el reloj marcaba las siete un cuarto. “Don Pelusa” los analizaba en silencio. Su rostro ilustraba lástima.
.- Pobre ganado de corbatas. Supieran lo que se están perdiendo los tarados..., susurraba para sí, sin siquiera mover sus labios, que han de ser los más carnosos que se hayan visto jamás.
Cuando el grupo de uniformados desaparecía en pocos segundos, ya por detrás lo perseguía una tonelada de escolares y universitarios, algunos de melena engominada y de bototos apurados y otros de apariencia desordenada y distraída, insertados en la burbuja móvil que les permitía crear el personal estéreo que apretaban entre las manos o simplemente el tatareo mental de su himno matutino.
Luego de que se introdujeran casi en fila por el túnel en desnivel, los seguía un tumulto más heterogéneo de personas. Jóvenes madres amamantando tímidas a su criatura y viejos con el diario bajo la manga, recién sacado del horno. Sujetos con una que otra facha de haber cometido un crimen y dulces doncellas de aspecto trasnochado, las cuáles, no se notaban libres de pecados.
Pero al fin y al cabo la multitud siempre llega a un consenso de imagen, a una simetría visual. Como en el metro, donde todos son iguales. Era imposible evitar que se formara una sola especie de humanos. Siempre termina siendo una, pero tiende a segmentarse a veces, como cualquier tipo de vida. Pero en algún momento, todos se ligan a una característica en común, compartiendo en esta instancia una sórdida y evidente: la esclavitud. En aquel escenario la mayoría de los individuos son prisioneros de una obligación, de uno que otro trámite diario, o de una meta pendiente. “Don Pelusa” lo sabía. No se avergonzaba de demostrar que estaba al tanto de la desgraciada situación que se reiteraba sagradamente durante todo el transcurrir de la semana. Y era en aquel momento de intolerancia social máxima donde se ponía a gritar sin recelo lo mucho que odiaba la civilización, de la que sólo encontraba defectos:
.-¡Inconscientes!. ¡Androides de mierda!. ¡Humanos monótonos, por la gran puta madre!. ¡No me hez de gran necesidad conocerlos uno por uno para saber que cada individuo a la vista mantiene una cárcel de obligaciones y preocupaciones superfluas e innecesarias!. ¡Cuando van a manifestar algo de calma, cuando van a irradiar que realmente viven, caminando libres por la vereda, disfrutando de la vida, que nada, por la mierda, nada, tiene de muerte!...
Luego de escupir al aire y de hacer sus necesidades sin tabú alguno, “Don Pelusa” se subía los pantalones, y como siempre, se resignaba, escabulléndose en dirección a su desconocida guarida. Sin embargo, los constantes deseos de hallar un idóneo discípulo que difundiera su política de vida, lo alentaban intensamente a seguir luchando por difundirla. Pero solía cansarse a ratos. Era un pordiosero más, quién diablos se tomaría el tiempo de escucharlo.
Nadie conocía su verdadera procedencia. A muchos la curiosidad se le inyectó por completo en las venas y se atrevieron a averiguarlo determinantemente, pero no lograron hacerlo. Esto, porque mientras se disponían a seguirlo, “Don Pelusa” siempre notaba cuando unos ojos lo vigilaban por la espalda, por lo que no le era de mucho esfuerzo desaparecer entre las avenidas. Entre tantos intentos en vano, las personas asumieron que su paradero resultaría ser definitivamente un misterio.
De mañana, cuando el sol se atrevía recién a asomar unos tímidos rayos de luz por el cielo, de intensos e indefinidos colores que cubrían la atmósfera de madrugada, “Don Pelusa” aparecía de la nada e iniciaba su ritual de mañana: sacaba de su roñoso morral un cigarro, fumado usualmente a la mitad, y lo prendía con el fuego que le prestaba Raúl, el niño de la bencinera del frente. Luego de hacerlo, retornaba a su reino triangular, de cemento y letreros, y observaba el espectáculo natural que se le ofrecía gratis como las escasas demostraciones de caridad, de los que se apiadaban de su cara ancha y sucia.
Encogía los hombros por el frío mientras se los protegía con su chal de lana chilota y observaba con los gestos de siempre el territorio de calles vacías que recién despertaban. Se cruzaba de brazos y orgulloso degustaba con sus cansados ojos el lugar que le era suyo. Él se lo había ganado.
La densa masa ploma de ejecutivos circunspectos bajaba por las escaleras recién enceradas de la entrada del subterráneo, exactamente cuando el reloj marcaba las siete un cuarto. “Don Pelusa” los analizaba en silencio. Su rostro ilustraba lástima.
.- Pobre ganado de corbatas. Supieran lo que se están perdiendo los tarados..., susurraba para sí, sin siquiera mover sus labios, que han de ser los más carnosos que se hayan visto jamás.
Cuando el grupo de uniformados desaparecía en pocos segundos, ya por detrás lo perseguía una tonelada de escolares y universitarios, algunos de melena engominada y de bototos apurados y otros de apariencia desordenada y distraída, insertados en la burbuja móvil que les permitía crear el personal estéreo que apretaban entre las manos o simplemente el tatareo mental de su himno matutino.
Luego de que se introdujeran casi en fila por el túnel en desnivel, los seguía un tumulto más heterogéneo de personas. Jóvenes madres amamantando tímidas a su criatura y viejos con el diario bajo la manga, recién sacado del horno. Sujetos con una que otra facha de haber cometido un crimen y dulces doncellas de aspecto trasnochado, las cuáles, no se notaban libres de pecados.
Pero al fin y al cabo la multitud siempre llega a un consenso de imagen, a una simetría visual. Como en el metro, donde todos son iguales. Era imposible evitar que se formara una sola especie de humanos. Siempre termina siendo una, pero tiende a segmentarse a veces, como cualquier tipo de vida. Pero en algún momento, todos se ligan a una característica en común, compartiendo en esta instancia una sórdida y evidente: la esclavitud. En aquel escenario la mayoría de los individuos son prisioneros de una obligación, de uno que otro trámite diario, o de una meta pendiente. “Don Pelusa” lo sabía. No se avergonzaba de demostrar que estaba al tanto de la desgraciada situación que se reiteraba sagradamente durante todo el transcurrir de la semana. Y era en aquel momento de intolerancia social máxima donde se ponía a gritar sin recelo lo mucho que odiaba la civilización, de la que sólo encontraba defectos:
.-¡Inconscientes!. ¡Androides de mierda!. ¡Humanos monótonos, por la gran puta madre!. ¡No me hez de gran necesidad conocerlos uno por uno para saber que cada individuo a la vista mantiene una cárcel de obligaciones y preocupaciones superfluas e innecesarias!. ¡Cuando van a manifestar algo de calma, cuando van a irradiar que realmente viven, caminando libres por la vereda, disfrutando de la vida, que nada, por la mierda, nada, tiene de muerte!...
Luego de escupir al aire y de hacer sus necesidades sin tabú alguno, “Don Pelusa” se subía los pantalones, y como siempre, se resignaba, escabulléndose en dirección a su desconocida guarida. Sin embargo, los constantes deseos de hallar un idóneo discípulo que difundiera su política de vida, lo alentaban intensamente a seguir luchando por difundirla. Pero solía cansarse a ratos. Era un pordiosero más, quién diablos se tomaría el tiempo de escucharlo.
julio 09, 2004
De corduras inaceptables e Infiernos Invisibles n·2 (En el metro)
El tren subterráneo cerró sus puertas, justo en el momento en que una voluptuosa rubia, con algo de trasnoche en el maquillaje, alcanzara a entrar a su hacinado interior el filudo tacón de su pie izquierdo. El veloz aparato de transporte se introdujo en un abrir y cerrar de ojos en el túnel negro que le orientaba el camino, dejando muy atrás la estación donde recogió por última vez el ganado de uniformados.
Durante el trayecto a la próxima parada, la cansada mujer observó por la ventana el distorsionado paisaje manchado de cilindros y luces de neón, y concentró su mirada en una gran marca ploma por sobre el vidrio, y comenzó a pensar pasivamente:
.-¿Cómo cancelaré el arriendo este mes?... Ah!, pero el maldito no me ha pagado las horas extras todavía, y así y todo el desgraciado me regala flores...
En el momento en que la mujer de enigmática y nocturna apariencia se dedicaba a solucionar su interno conflicto, más del ochenta por ciento de los pasajeros la emulaba distrayéndose también por su abundancia de dilemas mentales. Cada uno centraba su mirada en un punto perdido del espacio. El otro veinte por ciento no pensaba en nada.
Nadie pareció notarlo hasta que el reloj marcara los quince minutos de recorrido. Una anciana comenzó a rascarse su cabeza de algodón, después la sucedió un obeso empresario que puso cara de clara extrañeza al mirar la hora en su reloj de mano. Luego de que el macizo veterano con corbata cerciorara de que su utensilio plateado estaba funcionando bien, agitándolo cerca de su oído, una secretaría del frente se paró de su asiento mirando asustada a los que la rodeaban, que al igual que ella comenzaban a ilustrar síntomas de aguda confusión.
Muchos ejecutivos comenzaron a aflojarse el cuello de la camisa y casi la totalidad de las mujeres iniciaron una desafinada sinfonía golpeando los tacos de sus zapatos contra el suelo de madera plástica. Claramente el pánico empezaba a flotar en el aire comprimido e impregnado de olores, que se incrementaban gracias a los fluidos que la gente emanaba por segundo.
La oscuridad que comenzó a manifestarse en el ambiente era extraña. Ya había pasado mucho tiempo y el tren todavía no se detenía en destino alguno. Era certero pensar que algo siniestro estaba ocurriendo.
A la media hora, ya la gente perdió definitivamente el control, empujándose una contra otra, no dejando siquiera que los pasajeros junto de la puerta de cambio de carros pudiesen abrirla, ya que la habían trabado, al igual que los frenos de emergencia, ubicados en los costados del vagón. Muchos comenzaron a gritarse frases desconcertantes y desesperadas:
.-¡Esto es un atentado, vamos a morir!, dijo la recepcionista de un motel, que ya había dejado de preocuparse por su retraso al trabajo.
.-No creo que suceda nada, no creo que suceda nada..., repetía para sí un joven de aspecto roñoso que apretaba los audífonos de su personal estéreo en sus oídos, a modo de que el bossa nova que escuchaba lo anestesiara como siempre suele hacerlo.
.-¡¿Quién diablos es capaz de explicarme porqué no se detiene esto?!, exclamaba una liceana, no interrogando a nadie en particular y bajándose el júmper cada vez que tomaba un respiro.
.-No, no puede ser, no es lógico...; decía un vendedor de enciclopedias mientras levantaba con las manos su teléfono portátil tratando de captar una señal, que de manera milagrosa se manifestara en la desteñida pantalla del aparato.
.-Padre nuestro, que estás en el cielo, perdón que me acuerde en estos momentos de desesperación de ti, pero le ruego, le imploro que no me lleve todavía. ¡Por favorcito!...; murmuraba una empleada doméstica, mientras sujetaba entre sus dedos la bolsa de tomates y puerros que le había encargado su patrona y un olvidado crucifijo de semillas que había encontrado hace pocos instantes en un escondido bolsillo de su delantal, el que sin duda le ayudaría a hacer más efectiva su plegaria.
A los cuarenta y siete minutos la multitud entró en un estado de trance, preparándose de cierta manera hasta los dientes para enfrentarse con cualquier cosa. Ya los pequeños habían dejado de gemir y volvieron a amamantar los pechos de sus madres, las que procuraban sujetarlos fuertemente con sus brazos; mientras algunos se movían de un lado hacia otro, sigilosos, como si fuesen a lograr escapar por las murallas secretamente como fantasmas.
A los cincuenta y cinco minutos, ya los decibeles de llanto eran notables. El ruido comenzó a aumentar progresivamente, hasta lograr trasladar a la infancia a cada uno de los individuos, formando así una masa homogénea y enajenada de infantes que no dejaba de rasguñar las ventanas pidiendo auxilio. Tres viejos y dos mujeres se desmayaron. A un delgado albañil, que vestía una campesina jardinera de jeans, le dio un ataque de espasmos en el suelo y luego dejó de moverse, botando espuma blanca por la boca. Nadie se inmutó. Todos parecían demasiado concentrados en su angustia. Padecían de una extraña ceguera, preocupados sólo de una cosa: escapar de ahí lo antes posible.
Cuando ya había pasado un poco más de una hora, se había perdido toda esperanza. Algunos reían fuertemente y otros hablaban solos. Sin embargo, la gran mayoría comenzó a gritar como puercos. La estabilidad psíquica de los pasajeros se había extraviado.
De pronto, el ruido oxidado de los rieles indicó que las ruedas se habían detenido. La gente siquiera se atrevió a respirar. Las compuertas del ferroviario de infra-mundo se abrieron de par en par, dejando huir los ojos atónitos y expectantes de los pasajeros, que buscaron inmediatamente en la imponente oscuridad que observaron de golpe, ases de luz o alguna superficie estática que les contagiara algo de calma. Y hallaron ambas.
Un grueso foco de luz proyectado desde arriba iluminó un largo sombrero de copa negro. Luego el rayo luminoso descendió suavemente y se agrandó en forma ovalada por detrás de la criatura, dejando visible su silueta estirada y de rasgos grotescos. De a poco dio a conocer sus pupilas lilas, mediante la lunática mirada que albergaba en el rostro azul, de orejas, nariz y mentón puntiagudo. La gente gritó de pánico. Eso que los recibía y observaba no era humano. Aquel pequeño ser de barba fucsia y capa roja que lo acompañaba, claramente tampoco.
Los seres invocaron una especie de conjuro por su boca carnosa y verde, mientras modulaban frases albergadas en un indescriptible idioma. Al cabo de un instante, una fuerza mágica deslizó por completo los párpados de los pasajeros, dejándolos como dormidos. El tren retrocedió por los rieles a la velocidad de la luz, y desapareció fugaz en el conducto infinito.
Se atrasaron todos los relojes a bordo, ajustándose al horario exacto de llegada que hubiesen registrado en la parada inicial. La multitud descendió del tren apurada por alcanzar las escaleras hacia la ciudad, no recordando nada de lo sucedido, a excepción de un niño que durante todo el trayecto se mantuvo en silencio. No podía moverse ni gesticular su rostro. Estaba pasmado. El tren se lo llevó a la siguiente y próxima parada.
Cuando concluyeron los recorridos subterráneos de éste, los guardias sacaron con fuerza su cuerpo rígido, y le preguntaron datos básicos; como cuál era su nombre y dónde vivía. Éste, se abstuvo sólo a mover la cabeza de un lado hacia otro, sin emitir palabra alguna, encargándose solamente de agrandar sus pupilas, explotándolas en sus ojos. Indudablemente, él fue el único humano inmune ante el hechizo hipnótico de las extrañas entidades de otro mundo.
Cuando ya se encontraban nuevamente sin visitas, los seres se miraron el uno al otro, prometiéndose telepáticamente no olvidar cerrar nunca más, ni en mil millones de siglos, el umbral que los conducía muchas veces de manera directa a la dimensión de humanos. Si el portal alguna vez fuese descubierto, la guerra entre los mundos sería inevitable. Sabían que la humanidad no ofrecería una lucha pareja, estaban muy lejos de lograrlo. Era muy temprano para luchar. Su coeficiente era muy bajo todavía.
.- Algún día esa dimensión será nuestra, pero debemos obtenerla por medio de una disputa en el que las debilidades y ventajas de cada bando se encuentren lo más niveladas posibles; de lo contrario nos encontraremos infringiendo las leyes sagradas del “Manual Negro”. Eso no lo perdonaría ningún estrutafiano, tú lo sabes, debemos tener paciencia...; dijo el enano al alto ser de sombrero de copa, mientras éste le asentía en todo con la cabeza y le estiraba en el suelo una alfombra roja en forma de espiral, mientras su sórdido amo caminaba en círculos, manifestándo un ensimismamiento tétrico.
Durante el trayecto a la próxima parada, la cansada mujer observó por la ventana el distorsionado paisaje manchado de cilindros y luces de neón, y concentró su mirada en una gran marca ploma por sobre el vidrio, y comenzó a pensar pasivamente:
.-¿Cómo cancelaré el arriendo este mes?... Ah!, pero el maldito no me ha pagado las horas extras todavía, y así y todo el desgraciado me regala flores...
En el momento en que la mujer de enigmática y nocturna apariencia se dedicaba a solucionar su interno conflicto, más del ochenta por ciento de los pasajeros la emulaba distrayéndose también por su abundancia de dilemas mentales. Cada uno centraba su mirada en un punto perdido del espacio. El otro veinte por ciento no pensaba en nada.
Nadie pareció notarlo hasta que el reloj marcara los quince minutos de recorrido. Una anciana comenzó a rascarse su cabeza de algodón, después la sucedió un obeso empresario que puso cara de clara extrañeza al mirar la hora en su reloj de mano. Luego de que el macizo veterano con corbata cerciorara de que su utensilio plateado estaba funcionando bien, agitándolo cerca de su oído, una secretaría del frente se paró de su asiento mirando asustada a los que la rodeaban, que al igual que ella comenzaban a ilustrar síntomas de aguda confusión.
Muchos ejecutivos comenzaron a aflojarse el cuello de la camisa y casi la totalidad de las mujeres iniciaron una desafinada sinfonía golpeando los tacos de sus zapatos contra el suelo de madera plástica. Claramente el pánico empezaba a flotar en el aire comprimido e impregnado de olores, que se incrementaban gracias a los fluidos que la gente emanaba por segundo.
La oscuridad que comenzó a manifestarse en el ambiente era extraña. Ya había pasado mucho tiempo y el tren todavía no se detenía en destino alguno. Era certero pensar que algo siniestro estaba ocurriendo.
A la media hora, ya la gente perdió definitivamente el control, empujándose una contra otra, no dejando siquiera que los pasajeros junto de la puerta de cambio de carros pudiesen abrirla, ya que la habían trabado, al igual que los frenos de emergencia, ubicados en los costados del vagón. Muchos comenzaron a gritarse frases desconcertantes y desesperadas:
.-¡Esto es un atentado, vamos a morir!, dijo la recepcionista de un motel, que ya había dejado de preocuparse por su retraso al trabajo.
.-No creo que suceda nada, no creo que suceda nada..., repetía para sí un joven de aspecto roñoso que apretaba los audífonos de su personal estéreo en sus oídos, a modo de que el bossa nova que escuchaba lo anestesiara como siempre suele hacerlo.
.-¡¿Quién diablos es capaz de explicarme porqué no se detiene esto?!, exclamaba una liceana, no interrogando a nadie en particular y bajándose el júmper cada vez que tomaba un respiro.
.-No, no puede ser, no es lógico...; decía un vendedor de enciclopedias mientras levantaba con las manos su teléfono portátil tratando de captar una señal, que de manera milagrosa se manifestara en la desteñida pantalla del aparato.
.-Padre nuestro, que estás en el cielo, perdón que me acuerde en estos momentos de desesperación de ti, pero le ruego, le imploro que no me lleve todavía. ¡Por favorcito!...; murmuraba una empleada doméstica, mientras sujetaba entre sus dedos la bolsa de tomates y puerros que le había encargado su patrona y un olvidado crucifijo de semillas que había encontrado hace pocos instantes en un escondido bolsillo de su delantal, el que sin duda le ayudaría a hacer más efectiva su plegaria.
A los cuarenta y siete minutos la multitud entró en un estado de trance, preparándose de cierta manera hasta los dientes para enfrentarse con cualquier cosa. Ya los pequeños habían dejado de gemir y volvieron a amamantar los pechos de sus madres, las que procuraban sujetarlos fuertemente con sus brazos; mientras algunos se movían de un lado hacia otro, sigilosos, como si fuesen a lograr escapar por las murallas secretamente como fantasmas.
A los cincuenta y cinco minutos, ya los decibeles de llanto eran notables. El ruido comenzó a aumentar progresivamente, hasta lograr trasladar a la infancia a cada uno de los individuos, formando así una masa homogénea y enajenada de infantes que no dejaba de rasguñar las ventanas pidiendo auxilio. Tres viejos y dos mujeres se desmayaron. A un delgado albañil, que vestía una campesina jardinera de jeans, le dio un ataque de espasmos en el suelo y luego dejó de moverse, botando espuma blanca por la boca. Nadie se inmutó. Todos parecían demasiado concentrados en su angustia. Padecían de una extraña ceguera, preocupados sólo de una cosa: escapar de ahí lo antes posible.
Cuando ya había pasado un poco más de una hora, se había perdido toda esperanza. Algunos reían fuertemente y otros hablaban solos. Sin embargo, la gran mayoría comenzó a gritar como puercos. La estabilidad psíquica de los pasajeros se había extraviado.
De pronto, el ruido oxidado de los rieles indicó que las ruedas se habían detenido. La gente siquiera se atrevió a respirar. Las compuertas del ferroviario de infra-mundo se abrieron de par en par, dejando huir los ojos atónitos y expectantes de los pasajeros, que buscaron inmediatamente en la imponente oscuridad que observaron de golpe, ases de luz o alguna superficie estática que les contagiara algo de calma. Y hallaron ambas.
Un grueso foco de luz proyectado desde arriba iluminó un largo sombrero de copa negro. Luego el rayo luminoso descendió suavemente y se agrandó en forma ovalada por detrás de la criatura, dejando visible su silueta estirada y de rasgos grotescos. De a poco dio a conocer sus pupilas lilas, mediante la lunática mirada que albergaba en el rostro azul, de orejas, nariz y mentón puntiagudo. La gente gritó de pánico. Eso que los recibía y observaba no era humano. Aquel pequeño ser de barba fucsia y capa roja que lo acompañaba, claramente tampoco.
Los seres invocaron una especie de conjuro por su boca carnosa y verde, mientras modulaban frases albergadas en un indescriptible idioma. Al cabo de un instante, una fuerza mágica deslizó por completo los párpados de los pasajeros, dejándolos como dormidos. El tren retrocedió por los rieles a la velocidad de la luz, y desapareció fugaz en el conducto infinito.
Se atrasaron todos los relojes a bordo, ajustándose al horario exacto de llegada que hubiesen registrado en la parada inicial. La multitud descendió del tren apurada por alcanzar las escaleras hacia la ciudad, no recordando nada de lo sucedido, a excepción de un niño que durante todo el trayecto se mantuvo en silencio. No podía moverse ni gesticular su rostro. Estaba pasmado. El tren se lo llevó a la siguiente y próxima parada.
Cuando concluyeron los recorridos subterráneos de éste, los guardias sacaron con fuerza su cuerpo rígido, y le preguntaron datos básicos; como cuál era su nombre y dónde vivía. Éste, se abstuvo sólo a mover la cabeza de un lado hacia otro, sin emitir palabra alguna, encargándose solamente de agrandar sus pupilas, explotándolas en sus ojos. Indudablemente, él fue el único humano inmune ante el hechizo hipnótico de las extrañas entidades de otro mundo.
Cuando ya se encontraban nuevamente sin visitas, los seres se miraron el uno al otro, prometiéndose telepáticamente no olvidar cerrar nunca más, ni en mil millones de siglos, el umbral que los conducía muchas veces de manera directa a la dimensión de humanos. Si el portal alguna vez fuese descubierto, la guerra entre los mundos sería inevitable. Sabían que la humanidad no ofrecería una lucha pareja, estaban muy lejos de lograrlo. Era muy temprano para luchar. Su coeficiente era muy bajo todavía.
.- Algún día esa dimensión será nuestra, pero debemos obtenerla por medio de una disputa en el que las debilidades y ventajas de cada bando se encuentren lo más niveladas posibles; de lo contrario nos encontraremos infringiendo las leyes sagradas del “Manual Negro”. Eso no lo perdonaría ningún estrutafiano, tú lo sabes, debemos tener paciencia...; dijo el enano al alto ser de sombrero de copa, mientras éste le asentía en todo con la cabeza y le estiraba en el suelo una alfombra roja en forma de espiral, mientras su sórdido amo caminaba en círculos, manifestándo un ensimismamiento tétrico.
De corduras inaceptables e Infiernos Invisibles n·1 (En casa de orates)
De nuevo escuchaba las voces dentro de su cabeza. Ya empezaría a gritar y le tendrían que inyectar el calmante que odiaba. Ya lo amarrarían de pies y de manos. Pero él insistiría que las personas que solían ir a visitarlo eran reales.
Llevaba cinco años internado en aquella inhóspita y fría cárcel para locos. Lo tenían encerrado en la habitación número 450-A, pero esta mañana lo habían trasladado a la que muchos de los enfermeros a modo de modismo interno habían apodado “El Cubo”, la 602-Z. La totalidad de la superficie de sus paredes estaban hermetizadas, eran blancas y al tocarlas uno lograba notar la suavidad que escondían, ya que se encontraban amortiguadas con esponja y lona. Pero no había más que eso. Una dulce y blanda blancura radiante, que enloquecía al más cuerdo de los internos.
Los que terminaban allí ya estaban en la tumba pero en vida. Recibirían sólo su dosis diaria de fármacos y los acompañaría sólo una bata ploma, la que con alta probabilidad les dejaría al descubierto el trasero. En un metro cuadrado de murallas limpias como la nieve, solitarias y claustrofóbicas como ellas mismas, el residente no mejoraría su estado. Pero por lo menos no tendría con qué suicidarse.
Hace muchos años que esa modalidad de aislamiento había dejado de regir en el hospital psiquiátrico “La Arboleda”. La gran mayoría de los doctores había llegado al consenso de que una incomunicación de esas características no sanaría en ningún caso el respectivo cuadro mental de la persona, ya que ésta, en lo mínimo, necesitaba siquiera poder mirar por las ventanas enrejadas, con el fin de enterarse que todavía había luz en el cielo. Mientras vieran vida, la esperanza por curarse no se les mitigaría.
Pero hoy, se determinó que no había otra salida para Vladimir Quizada. Debía ser trasladado a la brevedad a la pieza 602-Z.
Aquella mañana, despertó quebrando ventanas, pateando los catres y gritando desnudo. Su euforia desenfrenada ahuyentó la calma de los pasillos, y contagió de pánico a los otros enfermos. Esa mañana el hospital se convirtió en el infierno. Asistentes y doctores, enajenados, debieron administrar todo el Valium que almacenaban las tétricas bóvedas del sanatorio. Sólo con una dosis alta de aquel sedante, lograrían estabilizar el caos colectivo que se había desencadenado gracias a un individuo, Vladimir Quizada, el que mientras amarraban de muñecas y tobillos, no dejaba de exclamar repetitivamente:
.-¡Por favor, díganle a esos seres que me dejen tranquilo, ya no soporto sus torturas!, ¡Me duelen, me duelen!...
En efectivo, su cuerpo se encontraba con profundas heridas, las que sólo eran resultado de una autoflagelación excesiva por una esquizofrenia avanzada, según los especialistas que las sanaron y que decidieron, bajo el sórdido acto que había manifestado, el traslado inmediato de Vladimir a aquel antro de espumas. Gracias a él la 602-Z reabrió sus puertas. Se lo había ganado.
Los enfermeros que vigilaban por la noche la habitación donde se encontraba Vladimir sabían que los gritos que emanaban de “El Cubo” le impedirían echarse una siestecita en el turno. Cualquier practicante a cargo de aguardarla se encontraba al tanto de que tendría que disponer de una radio con audífonos para sobrevivir al tormento acústico, y para que este mismo, no les pudiese dañar los tímpanos en algún grado. Esto, porque los agudos gemidos se prolongaban durante la llegada y desaparición de la luna, que, de luz magnánima en el cielo en tinieblas, iluminaba las imponentes murallas de “La Arboleda”, tiñéndolas de una extraña belleza.
La mañana siguiente de que Vladimir cumpliera diez días soportando y observando nada más que superficies inmaculadas, se ilustró en ellas un escenario monstruoso. Luego de que Estela, la enfermera habitual del primer turno, se disponía a darle su medicamento matutino, se escucharon agudos alaridos en el recinto. Al momento de abrir las selladas puertas del cuarto, Estela, sufrió espasmos en la cara y se tumbó en las duras y frías baldosas. El grito de aquélla, fue mayor a cualquiera antes emitido por algún orate en el sector. El plástico de las murallas blancas se encontraba teñido de rojo, y el cuerpo de Vladimir estaba mutilado, enseñando sus entrañas viscosas y desvergonzadas por doquier.
La gran interrogante de los integrantes de aquella institución médica era clara y obvia: ¿Cómo se cercenó el paciente de la 602-Z si no poseyó en ningún momento, frente a una clara fiscalización, un instrumento para hacerlo en tal magnitud?...
En aquel aposento no había mas que algodón y el color claustrofóbico del mismo, por donde se mirase. Luego de que el cuerpo fuera retirado, los catedráticos concordaron en clausurar nuevamente la 602-Z.
Mucho tiempo después de lo ocurrido, “Don René”, el guardia de turno, dejó la casilla del hall que cuidaba y se dirigió a buscar a su novia, la cuál entraría por la parte de atrás al hospital. Ansioso, se introdujo en los pasillos sombríos y laberínticos, pensando en lo bien que lo pasaría con ella, ya que esta era la primera vez que Rosita se atrevía a acompañarlo.
Sólo “Don René” podía lograr caminar sigiloso en la oscuridad de los túneles gracias a un mapa mental de la clínica que almacenaba por 20 años de servicio en ella. No fue difícil atravesarla de principio a fin rápidamente.
Cuando se encontraba a pocos metros de llegar a la puerta que, con varios empujones lograría aflojar para permitirle la entrada a su doncella, la que esperaba seguramente tiritando en el patio, “Don René” pasó frente a la 602-Z. Recordó de pronto lo sucedido con el paciente que se albergaba en ella, y trató fugazmente de descifrar, por obra de una recóndita iluminación de genialidad, como diablos había logrado Vladimir hacer la bestialidad que hizo.
Se acercó de a poco a la pequeña ventanilla situada en la puerta de ingreso del deshabitado cuarto, mientras trataba a mil por hora de solucionar el dilema que muchos se habían planteado como seudos detectives.
Lo que observó en el interior de "El Cubo", lo mató de un ataque. La claridad de luz no era mucha, pero bastaba para distinguir una silueta e incluso describirla. Su corazón se detuvo en el momento en que sus ojos observaron a un pequeño niño, de no más de cinco años, sonreírle maquiavélicamente mientras destruía las blancas murallas de colcha, desparramando el material de esponja por todas partes. El tétrico infante vestía un traje de etiqueta negro y apretaba un gran cuchillo de cocina en la mano. Al sentirse vigilado se desvaneció y retornó de golpe a su dimensión, desapareciendo en el espacio sombrío de la 602-Z.
“Dicen por ahí que, los locos, para descansar en paz, deben dejar sus locuras en la tierra. Lamentable es, cuando estas mismas son las que terminan asesinándolo y apareciéndose como almas en pena, en el lugar donde dieron por muerto a su creador”.
Llevaba cinco años internado en aquella inhóspita y fría cárcel para locos. Lo tenían encerrado en la habitación número 450-A, pero esta mañana lo habían trasladado a la que muchos de los enfermeros a modo de modismo interno habían apodado “El Cubo”, la 602-Z. La totalidad de la superficie de sus paredes estaban hermetizadas, eran blancas y al tocarlas uno lograba notar la suavidad que escondían, ya que se encontraban amortiguadas con esponja y lona. Pero no había más que eso. Una dulce y blanda blancura radiante, que enloquecía al más cuerdo de los internos.
Los que terminaban allí ya estaban en la tumba pero en vida. Recibirían sólo su dosis diaria de fármacos y los acompañaría sólo una bata ploma, la que con alta probabilidad les dejaría al descubierto el trasero. En un metro cuadrado de murallas limpias como la nieve, solitarias y claustrofóbicas como ellas mismas, el residente no mejoraría su estado. Pero por lo menos no tendría con qué suicidarse.
Hace muchos años que esa modalidad de aislamiento había dejado de regir en el hospital psiquiátrico “La Arboleda”. La gran mayoría de los doctores había llegado al consenso de que una incomunicación de esas características no sanaría en ningún caso el respectivo cuadro mental de la persona, ya que ésta, en lo mínimo, necesitaba siquiera poder mirar por las ventanas enrejadas, con el fin de enterarse que todavía había luz en el cielo. Mientras vieran vida, la esperanza por curarse no se les mitigaría.
Pero hoy, se determinó que no había otra salida para Vladimir Quizada. Debía ser trasladado a la brevedad a la pieza 602-Z.
Aquella mañana, despertó quebrando ventanas, pateando los catres y gritando desnudo. Su euforia desenfrenada ahuyentó la calma de los pasillos, y contagió de pánico a los otros enfermos. Esa mañana el hospital se convirtió en el infierno. Asistentes y doctores, enajenados, debieron administrar todo el Valium que almacenaban las tétricas bóvedas del sanatorio. Sólo con una dosis alta de aquel sedante, lograrían estabilizar el caos colectivo que se había desencadenado gracias a un individuo, Vladimir Quizada, el que mientras amarraban de muñecas y tobillos, no dejaba de exclamar repetitivamente:
.-¡Por favor, díganle a esos seres que me dejen tranquilo, ya no soporto sus torturas!, ¡Me duelen, me duelen!...
En efectivo, su cuerpo se encontraba con profundas heridas, las que sólo eran resultado de una autoflagelación excesiva por una esquizofrenia avanzada, según los especialistas que las sanaron y que decidieron, bajo el sórdido acto que había manifestado, el traslado inmediato de Vladimir a aquel antro de espumas. Gracias a él la 602-Z reabrió sus puertas. Se lo había ganado.
Los enfermeros que vigilaban por la noche la habitación donde se encontraba Vladimir sabían que los gritos que emanaban de “El Cubo” le impedirían echarse una siestecita en el turno. Cualquier practicante a cargo de aguardarla se encontraba al tanto de que tendría que disponer de una radio con audífonos para sobrevivir al tormento acústico, y para que este mismo, no les pudiese dañar los tímpanos en algún grado. Esto, porque los agudos gemidos se prolongaban durante la llegada y desaparición de la luna, que, de luz magnánima en el cielo en tinieblas, iluminaba las imponentes murallas de “La Arboleda”, tiñéndolas de una extraña belleza.
La mañana siguiente de que Vladimir cumpliera diez días soportando y observando nada más que superficies inmaculadas, se ilustró en ellas un escenario monstruoso. Luego de que Estela, la enfermera habitual del primer turno, se disponía a darle su medicamento matutino, se escucharon agudos alaridos en el recinto. Al momento de abrir las selladas puertas del cuarto, Estela, sufrió espasmos en la cara y se tumbó en las duras y frías baldosas. El grito de aquélla, fue mayor a cualquiera antes emitido por algún orate en el sector. El plástico de las murallas blancas se encontraba teñido de rojo, y el cuerpo de Vladimir estaba mutilado, enseñando sus entrañas viscosas y desvergonzadas por doquier.
La gran interrogante de los integrantes de aquella institución médica era clara y obvia: ¿Cómo se cercenó el paciente de la 602-Z si no poseyó en ningún momento, frente a una clara fiscalización, un instrumento para hacerlo en tal magnitud?...
En aquel aposento no había mas que algodón y el color claustrofóbico del mismo, por donde se mirase. Luego de que el cuerpo fuera retirado, los catedráticos concordaron en clausurar nuevamente la 602-Z.
Mucho tiempo después de lo ocurrido, “Don René”, el guardia de turno, dejó la casilla del hall que cuidaba y se dirigió a buscar a su novia, la cuál entraría por la parte de atrás al hospital. Ansioso, se introdujo en los pasillos sombríos y laberínticos, pensando en lo bien que lo pasaría con ella, ya que esta era la primera vez que Rosita se atrevía a acompañarlo.
Sólo “Don René” podía lograr caminar sigiloso en la oscuridad de los túneles gracias a un mapa mental de la clínica que almacenaba por 20 años de servicio en ella. No fue difícil atravesarla de principio a fin rápidamente.
Cuando se encontraba a pocos metros de llegar a la puerta que, con varios empujones lograría aflojar para permitirle la entrada a su doncella, la que esperaba seguramente tiritando en el patio, “Don René” pasó frente a la 602-Z. Recordó de pronto lo sucedido con el paciente que se albergaba en ella, y trató fugazmente de descifrar, por obra de una recóndita iluminación de genialidad, como diablos había logrado Vladimir hacer la bestialidad que hizo.
Se acercó de a poco a la pequeña ventanilla situada en la puerta de ingreso del deshabitado cuarto, mientras trataba a mil por hora de solucionar el dilema que muchos se habían planteado como seudos detectives.
Lo que observó en el interior de "El Cubo", lo mató de un ataque. La claridad de luz no era mucha, pero bastaba para distinguir una silueta e incluso describirla. Su corazón se detuvo en el momento en que sus ojos observaron a un pequeño niño, de no más de cinco años, sonreírle maquiavélicamente mientras destruía las blancas murallas de colcha, desparramando el material de esponja por todas partes. El tétrico infante vestía un traje de etiqueta negro y apretaba un gran cuchillo de cocina en la mano. Al sentirse vigilado se desvaneció y retornó de golpe a su dimensión, desapareciendo en el espacio sombrío de la 602-Z.
“Dicen por ahí que, los locos, para descansar en paz, deben dejar sus locuras en la tierra. Lamentable es, cuando estas mismas son las que terminan asesinándolo y apareciéndose como almas en pena, en el lugar donde dieron por muerto a su creador”.
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