
Ahi estábamos. Quién lo diría. Mirándonos los demonios por primera vez a los ojos y los cuerpos por última. Una bruma monstruosa comenzó a flotar. La oscuridad me volvió casi ciega. No medí mis reflejos. Me estrellé con tu enjuiciamiento y el gato del callejón nos clavó la mirada con un interés tenebroso. Cómplice. Vouyerista. Pareció celebrar el contacto que había logrado contigo con un maullido de agudez de aguja que retumbó bruscamente en unas láminas de metal colgadas en la pared, destapándolas en una sinfonía rítmica que nos puso en trance unos segundos. Roto el hipnotismo, moviste los párpados. Pareció como si despertaras de algo. Seguían allí en silencio nuestros fantasmas. El tuyo lo esfumaste con la mano y desapareció sin escándalo, mientras el mío seguía ahí, circunspecto, rígido, pétreo. Analizándonos sin misericordia. Un inesperado ímpetu poseyó tus pies, y huyeron lentos en dirección contraria a los míos, por un pasillo lo suficientemente hóstil como para no querer atravezarlo jamás. Vomitado con espasmos de pasado, con la supericie manchada de pena, arrastraste tus uñas sobre las murallas desteñidas de tiempo, mientras una inacabable hilera roja era el recuerdo que dejaba tu rasguño. Te ensangrentaste las yemas.
Yo no podía dejar de vigilarte mientras los otros nos vigilaban. No podía dejar de escuchar la música horrorosa que desprendían tus gritos cerebrales. Y corrí. Corrí con rapidez felina hacia tu sombra, que desaparecía en gotas de nada. Y nada me detuvo, ni el orgullo atelarañado que me congelaba el estómago, ni los puntiagudos tacos de mis tacones verdes en suspensión petrificada, ni la oscuridad abismante de la atmósfera, ni la historia, ni las pesadillas de nuestros recuerdos, ni las sombras, ni el frío, ni la luz de plata al final del túnel, ni el juicio y ni siquiera la luna. Te perseguí con furia. Ya no como una felina, sino como un tiburón que casi te alcanza a morder de un bocado el corazón si no te hubieras detenido de golpe desviando su ataque. Volteaste tu rostro hacia el mío, que frenético te atrapaba con su angustia. Con extraña delicadeza y valentía te acercaste al abismo mis oídos. Susurraste sin jadeo dentro de ellos:
Yo no podía dejar de vigilarte mientras los otros nos vigilaban. No podía dejar de escuchar la música horrorosa que desprendían tus gritos cerebrales. Y corrí. Corrí con rapidez felina hacia tu sombra, que desaparecía en gotas de nada. Y nada me detuvo, ni el orgullo atelarañado que me congelaba el estómago, ni los puntiagudos tacos de mis tacones verdes en suspensión petrificada, ni la oscuridad abismante de la atmósfera, ni la historia, ni las pesadillas de nuestros recuerdos, ni las sombras, ni el frío, ni la luz de plata al final del túnel, ni el juicio y ni siquiera la luna. Te perseguí con furia. Ya no como una felina, sino como un tiburón que casi te alcanza a morder de un bocado el corazón si no te hubieras detenido de golpe desviando su ataque. Volteaste tu rostro hacia el mío, que frenético te atrapaba con su angustia. Con extraña delicadeza y valentía te acercaste al abismo mis oídos. Susurraste sin jadeo dentro de ellos:
.- No me tengas furia. Tranquiliza tus bestias, mujer. No sientas miedo, yo no te tocaré. No gimas. No te desconciertes tanto. Todo es evidente. Me marcho. Te mato. Me matas, nos olvidamos. Tus misteriosas caretas me ahuyentaron. Ahora eres otra y me quedo con lo que fuiste. Te quiero recordar como en tu pasado. Ahora huiré hacia otros lugares de otros lugares.
Giré mi cabeza de un lado hacia otro, como si mi cuello estuviese fabricado con algún tipo de hule dócil que incrementara la gravedad pesada de la realidad. No comprendía en lo absoluto qué máscaras eran esas que te habían insitado matarme. Y verbalizé sin pensar tanto:
.-No. La furia ya se me fue del cuerpo. Con esfuerzo ahora te escucho en calma, en otro tipo de trance. No sé de qué caretas hablas. Pero no huyas. Dejarás un sentido a nada. Detesto los acertijos perpetuos sin resolver en el tablero. Me molestan en el pecho. No seas tan maldito.
La gesticulación de tu rostro predice unas últimas frases póstumas. Tus labios se movieron sin mayor preámbulo:
.-No sabes cómo me soprende que no seas capaz de resolver éste sin mi ayuda. No necesitas descifrar códigos ni realizar complejos análisis simbólicos. La respuesta es evidente en este espacio. Flota sin esconderse. Confío en tu lucidez, con ella bastará para que la veas. Yo ya no tengo nada más que hacer en este aire viciado.
Las conexiones nerviosas de mi cabeza ya estaban muertas. Yo estaba muerta. Muerta por una bala de desconcierto directo a la cordura.
.-"No me digas que has olvidado lo ocurrido", fue la frase de despedida que se perdió con tu silueta al final del laberinto. Enfoqué mi mirada en el último conchito de tu sombra y busqué pistas en una repentina amnesia, que hasta ése entonces no había notado poseer. Y observé un brutal escenario del cuál no sentía haber sido protagonista. Un cadáver. Un cadáver femenino me acompañó de pronto, materializándose en mi espacio solitario, voluptuoso, inundado de muerte viscosa. Su organismo palpitaba, cálido. La puñalada certera en su pecho liberaba una frescura olfateable. Cuando quise comprobar su estado de más cerca, los códigos del acertijo se liberaron y todo comenzó a encajar en un extraño engranaje.
Tú tenías razón, hasta en tus últimas palabras. La transpiración de mis manos dejó resbalar un objeto brillante que se mantuvo escondido entre ellas todo el tiempo. Vi el color de mis dedos. Rojos. Y mis pupilas rojas que se reflejaron en la superficie centelleante de aquel objeto punzante también teñido de rojo.
Una lágrima descendió por mi lucidez y mi verdad, descongelando mis sentidos impávidos. Incomprendida. Gruesa. Salada. Lo deduje de pronto. Le saqué el antifaz al demonio y le quemé la mirada sin miedo, logrando ver hasta el detalle más exquicito de su iris que luego se convirtió en el mío. Una personalidad paralela, que, entre pausas oníricas, despertaba para trasladarme a una dimensión de maldiciones irreversibles. Me llegaron las locuras sin consentimiento, sedando automáticamente a la que creía por única. Poseyédome. Hoy me he hechizado. Toda. Completa. Y ya es tarde. Estoy desahuciada. Pero al menos he confesado. Y no me limpiaré las manos. No la recogeré a ella. No quemaré los disfraces. Que quede toda la evidencia.
Una lágrima descendió por mi lucidez y mi verdad, descongelando mis sentidos impávidos. Incomprendida. Gruesa. Salada. Lo deduje de pronto. Le saqué el antifaz al demonio y le quemé la mirada sin miedo, logrando ver hasta el detalle más exquicito de su iris que luego se convirtió en el mío. Una personalidad paralela, que, entre pausas oníricas, despertaba para trasladarme a una dimensión de maldiciones irreversibles. Me llegaron las locuras sin consentimiento, sedando automáticamente a la que creía por única. Poseyédome. Hoy me he hechizado. Toda. Completa. Y ya es tarde. Estoy desahuciada. Pero al menos he confesado. Y no me limpiaré las manos. No la recogeré a ella. No quemaré los disfraces. Que quede toda la evidencia.
1 comentario:
Me llamas la atención.
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