De nuevo escuchaba las voces dentro de su cabeza. Ya empezaría a gritar y le tendrían que inyectar el calmante que odiaba. Ya lo amarrarían de pies y de manos. Pero él insistiría que las personas que solían ir a visitarlo eran reales.
Llevaba cinco años internado en aquella inhóspita y fría cárcel para locos. Lo tenían encerrado en la habitación número 450-A, pero esta mañana lo habían trasladado a la que muchos de los enfermeros a modo de modismo interno habían apodado “El Cubo”, la 602-Z. La totalidad de la superficie de sus paredes estaban hermetizadas, eran blancas y al tocarlas uno lograba notar la suavidad que escondían, ya que se encontraban amortiguadas con esponja y lona. Pero no había más que eso. Una dulce y blanda blancura radiante, que enloquecía al más cuerdo de los internos.
Los que terminaban allí ya estaban en la tumba pero en vida. Recibirían sólo su dosis diaria de fármacos y los acompañaría sólo una bata ploma, la que con alta probabilidad les dejaría al descubierto el trasero. En un metro cuadrado de murallas limpias como la nieve, solitarias y claustrofóbicas como ellas mismas, el residente no mejoraría su estado. Pero por lo menos no tendría con qué suicidarse.
Hace muchos años que esa modalidad de aislamiento había dejado de regir en el hospital psiquiátrico “La Arboleda”. La gran mayoría de los doctores había llegado al consenso de que una incomunicación de esas características no sanaría en ningún caso el respectivo cuadro mental de la persona, ya que ésta, en lo mínimo, necesitaba siquiera poder mirar por las ventanas enrejadas, con el fin de enterarse que todavía había luz en el cielo. Mientras vieran vida, la esperanza por curarse no se les mitigaría.
Pero hoy, se determinó que no había otra salida para Vladimir Quizada. Debía ser trasladado a la brevedad a la pieza 602-Z.
Aquella mañana, despertó quebrando ventanas, pateando los catres y gritando desnudo. Su euforia desenfrenada ahuyentó la calma de los pasillos, y contagió de pánico a los otros enfermos. Esa mañana el hospital se convirtió en el infierno. Asistentes y doctores, enajenados, debieron administrar todo el Valium que almacenaban las tétricas bóvedas del sanatorio. Sólo con una dosis alta de aquel sedante, lograrían estabilizar el caos colectivo que se había desencadenado gracias a un individuo, Vladimir Quizada, el que mientras amarraban de muñecas y tobillos, no dejaba de exclamar repetitivamente:
.-¡Por favor, díganle a esos seres que me dejen tranquilo, ya no soporto sus torturas!, ¡Me duelen, me duelen!...
En efectivo, su cuerpo se encontraba con profundas heridas, las que sólo eran resultado de una autoflagelación excesiva por una esquizofrenia avanzada, según los especialistas que las sanaron y que decidieron, bajo el sórdido acto que había manifestado, el traslado inmediato de Vladimir a aquel antro de espumas. Gracias a él la 602-Z reabrió sus puertas. Se lo había ganado.
Los enfermeros que vigilaban por la noche la habitación donde se encontraba Vladimir sabían que los gritos que emanaban de “El Cubo” le impedirían echarse una siestecita en el turno. Cualquier practicante a cargo de aguardarla se encontraba al tanto de que tendría que disponer de una radio con audífonos para sobrevivir al tormento acústico, y para que este mismo, no les pudiese dañar los tímpanos en algún grado. Esto, porque los agudos gemidos se prolongaban durante la llegada y desaparición de la luna, que, de luz magnánima en el cielo en tinieblas, iluminaba las imponentes murallas de “La Arboleda”, tiñéndolas de una extraña belleza.
La mañana siguiente de que Vladimir cumpliera diez días soportando y observando nada más que superficies inmaculadas, se ilustró en ellas un escenario monstruoso. Luego de que Estela, la enfermera habitual del primer turno, se disponía a darle su medicamento matutino, se escucharon agudos alaridos en el recinto. Al momento de abrir las selladas puertas del cuarto, Estela, sufrió espasmos en la cara y se tumbó en las duras y frías baldosas. El grito de aquélla, fue mayor a cualquiera antes emitido por algún orate en el sector. El plástico de las murallas blancas se encontraba teñido de rojo, y el cuerpo de Vladimir estaba mutilado, enseñando sus entrañas viscosas y desvergonzadas por doquier.
La gran interrogante de los integrantes de aquella institución médica era clara y obvia: ¿Cómo se cercenó el paciente de la 602-Z si no poseyó en ningún momento, frente a una clara fiscalización, un instrumento para hacerlo en tal magnitud?...
En aquel aposento no había mas que algodón y el color claustrofóbico del mismo, por donde se mirase. Luego de que el cuerpo fuera retirado, los catedráticos concordaron en clausurar nuevamente la 602-Z.
Mucho tiempo después de lo ocurrido, “Don René”, el guardia de turno, dejó la casilla del hall que cuidaba y se dirigió a buscar a su novia, la cuál entraría por la parte de atrás al hospital. Ansioso, se introdujo en los pasillos sombríos y laberínticos, pensando en lo bien que lo pasaría con ella, ya que esta era la primera vez que Rosita se atrevía a acompañarlo.
Sólo “Don René” podía lograr caminar sigiloso en la oscuridad de los túneles gracias a un mapa mental de la clínica que almacenaba por 20 años de servicio en ella. No fue difícil atravesarla de principio a fin rápidamente.
Cuando se encontraba a pocos metros de llegar a la puerta que, con varios empujones lograría aflojar para permitirle la entrada a su doncella, la que esperaba seguramente tiritando en el patio, “Don René” pasó frente a la 602-Z. Recordó de pronto lo sucedido con el paciente que se albergaba en ella, y trató fugazmente de descifrar, por obra de una recóndita iluminación de genialidad, como diablos había logrado Vladimir hacer la bestialidad que hizo.
Se acercó de a poco a la pequeña ventanilla situada en la puerta de ingreso del deshabitado cuarto, mientras trataba a mil por hora de solucionar el dilema que muchos se habían planteado como seudos detectives.
Lo que observó en el interior de "El Cubo", lo mató de un ataque. La claridad de luz no era mucha, pero bastaba para distinguir una silueta e incluso describirla. Su corazón se detuvo en el momento en que sus ojos observaron a un pequeño niño, de no más de cinco años, sonreírle maquiavélicamente mientras destruía las blancas murallas de colcha, desparramando el material de esponja por todas partes. El tétrico infante vestía un traje de etiqueta negro y apretaba un gran cuchillo de cocina en la mano. Al sentirse vigilado se desvaneció y retornó de golpe a su dimensión, desapareciendo en el espacio sombrío de la 602-Z.
“Dicen por ahí que, los locos, para descansar en paz, deben dejar sus locuras en la tierra. Lamentable es, cuando estas mismas son las que terminan asesinándolo y apareciéndose como almas en pena, en el lugar donde dieron por muerto a su creador”.
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