La esquina “Nueva Yol” tenía un dueño. Todos los que circulaban a diario por el lugar lo sabían. Aquel era “Don Pelusa”, un vagabundo que llevaba más de ocho años frecuentando la misma intersección a la misma hora, al cuál la gente bautizó con ése seudónimo por el sólo hecho de aparecer y desaparecer en el aire.
Nadie conocía su verdadera procedencia. A muchos la curiosidad se le inyectó por completo en las venas y se atrevieron a averiguarlo determinantemente, pero no lograron hacerlo. Esto, porque mientras se disponían a seguirlo, “Don Pelusa” siempre notaba cuando unos ojos lo vigilaban por la espalda, por lo que no le era de mucho esfuerzo desaparecer entre las avenidas. Entre tantos intentos en vano, las personas asumieron que su paradero resultaría ser definitivamente un misterio.
De mañana, cuando el sol se atrevía recién a asomar unos tímidos rayos de luz por el cielo, de intensos e indefinidos colores que cubrían la atmósfera de madrugada, “Don Pelusa” aparecía de la nada e iniciaba su ritual de mañana: sacaba de su roñoso morral un cigarro, fumado usualmente a la mitad, y lo prendía con el fuego que le prestaba Raúl, el niño de la bencinera del frente. Luego de hacerlo, retornaba a su reino triangular, de cemento y letreros, y observaba el espectáculo natural que se le ofrecía gratis como las escasas demostraciones de caridad, de los que se apiadaban de su cara ancha y sucia.
Encogía los hombros por el frío mientras se los protegía con su chal de lana chilota y observaba con los gestos de siempre el territorio de calles vacías que recién despertaban. Se cruzaba de brazos y orgulloso degustaba con sus cansados ojos el lugar que le era suyo. Él se lo había ganado.
La densa masa ploma de ejecutivos circunspectos bajaba por las escaleras recién enceradas de la entrada del subterráneo, exactamente cuando el reloj marcaba las siete un cuarto. “Don Pelusa” los analizaba en silencio. Su rostro ilustraba lástima.
.- Pobre ganado de corbatas. Supieran lo que se están perdiendo los tarados..., susurraba para sí, sin siquiera mover sus labios, que han de ser los más carnosos que se hayan visto jamás.
Cuando el grupo de uniformados desaparecía en pocos segundos, ya por detrás lo perseguía una tonelada de escolares y universitarios, algunos de melena engominada y de bototos apurados y otros de apariencia desordenada y distraída, insertados en la burbuja móvil que les permitía crear el personal estéreo que apretaban entre las manos o simplemente el tatareo mental de su himno matutino.
Luego de que se introdujeran casi en fila por el túnel en desnivel, los seguía un tumulto más heterogéneo de personas. Jóvenes madres amamantando tímidas a su criatura y viejos con el diario bajo la manga, recién sacado del horno. Sujetos con una que otra facha de haber cometido un crimen y dulces doncellas de aspecto trasnochado, las cuáles, no se notaban libres de pecados.
Pero al fin y al cabo la multitud siempre llega a un consenso de imagen, a una simetría visual. Como en el metro, donde todos son iguales. Era imposible evitar que se formara una sola especie de humanos. Siempre termina siendo una, pero tiende a segmentarse a veces, como cualquier tipo de vida. Pero en algún momento, todos se ligan a una característica en común, compartiendo en esta instancia una sórdida y evidente: la esclavitud. En aquel escenario la mayoría de los individuos son prisioneros de una obligación, de uno que otro trámite diario, o de una meta pendiente. “Don Pelusa” lo sabía. No se avergonzaba de demostrar que estaba al tanto de la desgraciada situación que se reiteraba sagradamente durante todo el transcurrir de la semana. Y era en aquel momento de intolerancia social máxima donde se ponía a gritar sin recelo lo mucho que odiaba la civilización, de la que sólo encontraba defectos:
.-¡Inconscientes!. ¡Androides de mierda!. ¡Humanos monótonos, por la gran puta madre!. ¡No me hez de gran necesidad conocerlos uno por uno para saber que cada individuo a la vista mantiene una cárcel de obligaciones y preocupaciones superfluas e innecesarias!. ¡Cuando van a manifestar algo de calma, cuando van a irradiar que realmente viven, caminando libres por la vereda, disfrutando de la vida, que nada, por la mierda, nada, tiene de muerte!...
Luego de escupir al aire y de hacer sus necesidades sin tabú alguno, “Don Pelusa” se subía los pantalones, y como siempre, se resignaba, escabulléndose en dirección a su desconocida guarida. Sin embargo, los constantes deseos de hallar un idóneo discípulo que difundiera su política de vida, lo alentaban intensamente a seguir luchando por difundirla. Pero solía cansarse a ratos. Era un pordiosero más, quién diablos se tomaría el tiempo de escucharlo.
julio 10, 2004
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario