
El ritual del día cuatro de octubre había comenzado.
Ansiosa, Alfonsina arrojó su bolso de playa a volar por los aires y corrió a contemplar el mar. Acurrucó su alegría en las rocas y se dejó abrazar por el Océano Pacífico, que la observaba con una mirada penetrante. Le sacaba la lengua. La olfeataba. Le jadeaba. Reveló en la apresurada composición de la sinfonía de su oleaje las ganas enormes que le tenía a Alfonsina. Alfonsina no desmereció el flirteo y balanceó sus extremidades agridulces en su anatomía. Luego, sin previo aviso, introdujo su cuerpo por completo, rosándolo con él en el de él con ella. Él rosándolo con ella en de el con ella. Sintiendo el roce de cada molécula de agua salada contra las que habitaban su organismo. Moléculas que efervescentes y pecaminosas deleitaban también su desarropado movimiento. Una retroalimentación monstruosa se evidenciaba en aquel pedazo de costa perdido del planeta. Una transacción desvergonzada era expuesta con gratuidad a plena luz.
Alfonsina se inclinaba. Se recostaba. Y volvía repetir el movimiento. Y volvía a repetir el movimiento. Y volvía a repetir el movimiento. Y el movimiento otra vez era repetido y otra vez era emulado en una consecuencia eterna. Analizó los granos de arena con sus dedos. Y le permitió a los dolorosos rayos de sol más de una caricia. Valiente. Extrovertida. Insitó que éstos le desabrocharan el sostén, y deslizó su floreada tanga por sus muslos hasta llegar a la altura de sus tobillos, tobillos que luego la olvidarían en la superficie de cristales parpadeantes sin mayor despedida.
Movió su cuello en círculos. Se atrapó el pelo con sus dedos desesperados como si fuesen tentáculos de algún pulpo enfadado, enredándolos, complicándolos en millones de ínfimos nudillos que se perdían en su cabeza. Palpó su cuerpo desnudo, para ver si éste seguía todavía ahí, aguantando sin descomponerse a pedazos por tal circunstancia sublime. Y sonreía, a gritos, mientras humedecía sus labios con el agua de su boca para que no se quemaran, tratando de no estallar. La electricidad se deslizó por sus sentidos, alcanzando la boca de su estómago. Una granada explotó. El éxtasis se manifestó. Ambos participantes agarraron la gloria por el cuello y descontinuaron su comportamiento. Y los movimientos comenzaron a cesar. Todo reposó nuevamente en la calma. Alfonsina encendió un cigarrillo con el mechero dorado de antaño, que le había regalado Esteban cuando se conocieron. Entre calada y calada, sonrío. Y agradeció. Y murmuró un credo cuyo contenido se reservará siempre en ella, hasta que se consumió por completo el tabaco y su voz, que, agotada, deseó reposar entre el espacio de su boca y la reciente presencia de sus gemidos. Sus suspiros no cesarían ante nada y mantendrían sagradamente la plegaria desde adentro. En secreto el triunfo podría ser degustado sin fecha de vencimiento.
Finalizó el encuentro introduciendo por última vez su acalorada silueta en la de su compañero, que, con toda su furia la refrescaría por siempre prometiendo la inexistencia de sequías e indiferencias futuras.
Alfnsina ahora estaba tranquila. El rito había concluído exitosamente. Tenía energía. Tenía valor. Un ímpetu de plenitud le carcomia el corazón cada vez que inhalaba el aire. Se encontraba lista para retornar en paz a la jungla de cemento, a ese bosque rígido y sórdido, a esa atmósfera contaminada de la ciudad. También regresaría con una culpabilidad a cuestas: una vez más le había sido infiel a Esteban.
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