El tren subterráneo cerró sus puertas, justo en el momento en que una voluptuosa rubia, con algo de trasnoche en el maquillaje, alcanzara a entrar a su hacinado interior el filudo tacón de su pie izquierdo. El veloz aparato de transporte se introdujo en un abrir y cerrar de ojos en el túnel negro que le orientaba el camino, dejando muy atrás la estación donde recogió por última vez el ganado de uniformados.
Durante el trayecto a la próxima parada, la cansada mujer observó por la ventana el distorsionado paisaje manchado de cilindros y luces de neón, y concentró su mirada en una gran marca ploma por sobre el vidrio, y comenzó a pensar pasivamente:
.-¿Cómo cancelaré el arriendo este mes?... Ah!, pero el maldito no me ha pagado las horas extras todavía, y así y todo el desgraciado me regala flores...
En el momento en que la mujer de enigmática y nocturna apariencia se dedicaba a solucionar su interno conflicto, más del ochenta por ciento de los pasajeros la emulaba distrayéndose también por su abundancia de dilemas mentales. Cada uno centraba su mirada en un punto perdido del espacio. El otro veinte por ciento no pensaba en nada.
Nadie pareció notarlo hasta que el reloj marcara los quince minutos de recorrido. Una anciana comenzó a rascarse su cabeza de algodón, después la sucedió un obeso empresario que puso cara de clara extrañeza al mirar la hora en su reloj de mano. Luego de que el macizo veterano con corbata cerciorara de que su utensilio plateado estaba funcionando bien, agitándolo cerca de su oído, una secretaría del frente se paró de su asiento mirando asustada a los que la rodeaban, que al igual que ella comenzaban a ilustrar síntomas de aguda confusión.
Muchos ejecutivos comenzaron a aflojarse el cuello de la camisa y casi la totalidad de las mujeres iniciaron una desafinada sinfonía golpeando los tacos de sus zapatos contra el suelo de madera plástica. Claramente el pánico empezaba a flotar en el aire comprimido e impregnado de olores, que se incrementaban gracias a los fluidos que la gente emanaba por segundo.
La oscuridad que comenzó a manifestarse en el ambiente era extraña. Ya había pasado mucho tiempo y el tren todavía no se detenía en destino alguno. Era certero pensar que algo siniestro estaba ocurriendo.
A la media hora, ya la gente perdió definitivamente el control, empujándose una contra otra, no dejando siquiera que los pasajeros junto de la puerta de cambio de carros pudiesen abrirla, ya que la habían trabado, al igual que los frenos de emergencia, ubicados en los costados del vagón. Muchos comenzaron a gritarse frases desconcertantes y desesperadas:
.-¡Esto es un atentado, vamos a morir!, dijo la recepcionista de un motel, que ya había dejado de preocuparse por su retraso al trabajo.
.-No creo que suceda nada, no creo que suceda nada..., repetía para sí un joven de aspecto roñoso que apretaba los audífonos de su personal estéreo en sus oídos, a modo de que el bossa nova que escuchaba lo anestesiara como siempre suele hacerlo.
.-¡¿Quién diablos es capaz de explicarme porqué no se detiene esto?!, exclamaba una liceana, no interrogando a nadie en particular y bajándose el júmper cada vez que tomaba un respiro.
.-No, no puede ser, no es lógico...; decía un vendedor de enciclopedias mientras levantaba con las manos su teléfono portátil tratando de captar una señal, que de manera milagrosa se manifestara en la desteñida pantalla del aparato.
.-Padre nuestro, que estás en el cielo, perdón que me acuerde en estos momentos de desesperación de ti, pero le ruego, le imploro que no me lleve todavía. ¡Por favorcito!...; murmuraba una empleada doméstica, mientras sujetaba entre sus dedos la bolsa de tomates y puerros que le había encargado su patrona y un olvidado crucifijo de semillas que había encontrado hace pocos instantes en un escondido bolsillo de su delantal, el que sin duda le ayudaría a hacer más efectiva su plegaria.
A los cuarenta y siete minutos la multitud entró en un estado de trance, preparándose de cierta manera hasta los dientes para enfrentarse con cualquier cosa. Ya los pequeños habían dejado de gemir y volvieron a amamantar los pechos de sus madres, las que procuraban sujetarlos fuertemente con sus brazos; mientras algunos se movían de un lado hacia otro, sigilosos, como si fuesen a lograr escapar por las murallas secretamente como fantasmas.
A los cincuenta y cinco minutos, ya los decibeles de llanto eran notables. El ruido comenzó a aumentar progresivamente, hasta lograr trasladar a la infancia a cada uno de los individuos, formando así una masa homogénea y enajenada de infantes que no dejaba de rasguñar las ventanas pidiendo auxilio. Tres viejos y dos mujeres se desmayaron. A un delgado albañil, que vestía una campesina jardinera de jeans, le dio un ataque de espasmos en el suelo y luego dejó de moverse, botando espuma blanca por la boca. Nadie se inmutó. Todos parecían demasiado concentrados en su angustia. Padecían de una extraña ceguera, preocupados sólo de una cosa: escapar de ahí lo antes posible.
Cuando ya había pasado un poco más de una hora, se había perdido toda esperanza. Algunos reían fuertemente y otros hablaban solos. Sin embargo, la gran mayoría comenzó a gritar como puercos. La estabilidad psíquica de los pasajeros se había extraviado.
De pronto, el ruido oxidado de los rieles indicó que las ruedas se habían detenido. La gente siquiera se atrevió a respirar. Las compuertas del ferroviario de infra-mundo se abrieron de par en par, dejando huir los ojos atónitos y expectantes de los pasajeros, que buscaron inmediatamente en la imponente oscuridad que observaron de golpe, ases de luz o alguna superficie estática que les contagiara algo de calma. Y hallaron ambas.
Un grueso foco de luz proyectado desde arriba iluminó un largo sombrero de copa negro. Luego el rayo luminoso descendió suavemente y se agrandó en forma ovalada por detrás de la criatura, dejando visible su silueta estirada y de rasgos grotescos. De a poco dio a conocer sus pupilas lilas, mediante la lunática mirada que albergaba en el rostro azul, de orejas, nariz y mentón puntiagudo. La gente gritó de pánico. Eso que los recibía y observaba no era humano. Aquel pequeño ser de barba fucsia y capa roja que lo acompañaba, claramente tampoco.
Los seres invocaron una especie de conjuro por su boca carnosa y verde, mientras modulaban frases albergadas en un indescriptible idioma. Al cabo de un instante, una fuerza mágica deslizó por completo los párpados de los pasajeros, dejándolos como dormidos. El tren retrocedió por los rieles a la velocidad de la luz, y desapareció fugaz en el conducto infinito.
Se atrasaron todos los relojes a bordo, ajustándose al horario exacto de llegada que hubiesen registrado en la parada inicial. La multitud descendió del tren apurada por alcanzar las escaleras hacia la ciudad, no recordando nada de lo sucedido, a excepción de un niño que durante todo el trayecto se mantuvo en silencio. No podía moverse ni gesticular su rostro. Estaba pasmado. El tren se lo llevó a la siguiente y próxima parada.
Cuando concluyeron los recorridos subterráneos de éste, los guardias sacaron con fuerza su cuerpo rígido, y le preguntaron datos básicos; como cuál era su nombre y dónde vivía. Éste, se abstuvo sólo a mover la cabeza de un lado hacia otro, sin emitir palabra alguna, encargándose solamente de agrandar sus pupilas, explotándolas en sus ojos. Indudablemente, él fue el único humano inmune ante el hechizo hipnótico de las extrañas entidades de otro mundo.
Cuando ya se encontraban nuevamente sin visitas, los seres se miraron el uno al otro, prometiéndose telepáticamente no olvidar cerrar nunca más, ni en mil millones de siglos, el umbral que los conducía muchas veces de manera directa a la dimensión de humanos. Si el portal alguna vez fuese descubierto, la guerra entre los mundos sería inevitable. Sabían que la humanidad no ofrecería una lucha pareja, estaban muy lejos de lograrlo. Era muy temprano para luchar. Su coeficiente era muy bajo todavía.
.- Algún día esa dimensión será nuestra, pero debemos obtenerla por medio de una disputa en el que las debilidades y ventajas de cada bando se encuentren lo más niveladas posibles; de lo contrario nos encontraremos infringiendo las leyes sagradas del “Manual Negro”. Eso no lo perdonaría ningún estrutafiano, tú lo sabes, debemos tener paciencia...; dijo el enano al alto ser de sombrero de copa, mientras éste le asentía en todo con la cabeza y le estiraba en el suelo una alfombra roja en forma de espiral, mientras su sórdido amo caminaba en círculos, manifestándo un ensimismamiento tétrico.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario